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Morir en "Monticello"

En Virginia, a pocos kilómetros de la ciudad universitaria de Charlottesville, emerge Monticello, la mansión que Thomas Jefferson mandó construir para esperar con serenidad el final del viaje sin retorno. Tercer presidente de Estados Unidos, refinado y culto, supervisó personalmente los planos, cuidó todos los detalles y exigió una perfecta armonía de las cúpulas con las columnas. El edificio se orienta hacia unas colinas tan sólo enmarcadas por un cielo descaradamente horizontal y azul.El nombre de Monticello es una melancólica añoranza hacia los clásicos italianos presentidos en portales de hierro forjado y en gráciles verandas suspendidas sobre enrejados renacentistas. Para morir en Monticello es necesario estar en paz con Dios, con los hombres y, sobre todo, consigo mismo. Morir en Madrid fue una tragedia, pero morir en Monticello es casi una serena esperanza.

Jefferson amó la libertad y aborreció la tiranía, viniera ésta de los gobernantes, los poderes fácticos o las multitudes. Apostrofó a quienes, atropellando el derecho, se escudaron en apolillados pergaminos importados de Francia o del Reino Unido. Los bosques de Carolina o los pantanos de Georgia no frenaron su ánimo, aunque fuera incapaz de emular a Marco Antonio en la búsqueda del fácil aplauso. Porque a Jefferson la demagogia le daba asco.

Músico, político, filósofo, arquitecto, diplomático, supo darle la libertad a su pueblo; pero, cosa extraña, jamás pudo hilvanar un discurso frente a la Asamblea. Al leer su copiosa obra -los Estatutos de la Universidad de Virginia, las actas de los cientos de comités senatoriales que presidió, la Declaración de la Independencia, que corredactó; su modélico A summary View of the Rights British American, considerado, tras la Declaración, como el mayor aporte a la libertad de Norteamérica-, al repasar esos trabajos, se llega a la conclusión de que Jefferson detestaba con toda su alma a los tiranos. Por eso mismo, la ambigüedad, la "sana ignorancia" del pueblo esgrimida interesadamente por faraones variados o aztecas absolutos, en definitiva, aquellos verbos acusativos disimulados entre adjetivos solemnes y rebuscados, le ofendían hasta la náusea.

Qué es la libertadUna semana antes de morir, desde Monticello, Jefferson expresó gráficamente en qué consistía la libertad: "La expansión general de la ciencia ha dejado ya abierta a toda consideración la palpable verdad de que la mayoría de la humanidad no ha nacido con sillas de montar a sus espaldas, ni que tampoco vínieron al mundo unos cuantos favorecidos provistos de botas y espuelas dispuestos a montar sobre sus semejantes". Esa sabia reflexión no impidió que, años después, algunos militares americanos sacasen el látigo, las botas y las espuelas y comenzaran a sacudir a la Constitución, al Gobierno y a los ciudadanos. En semejantes circunstancias era de cajón que hiciese aparición, entre otros ultraderechistas mencionados recientemente en La clave por el teniente coronel Manuel Fernández Monzón, una figura tan patética como la del general Douglas Mc Arthur, un militar que, paradójicamente, le debe el 99% de su fama al periodismo. El resto, segin los más desapasionados analistas, debe atribuírsele a su condición de estratega.

Algunos pusilánimes han creído avizorar en el encuentro inifitares-periodistas una especie de prehecatombe universal, una pelea a muerte entre la espada y la pluma, un descubrimiento patentado en exclusiva con la etiqueta made in Spain. Nada más lejos de la realidad y de la historia.

Periodistas y militares

En la antigüedad, -Lodo portador de malas noticia,; -sin carné, por supuesto- era liquidado con pocas contemplaciones. Más tarde -1704-, el duque de Marlborough, triunfante en la batalla de Blenheim, ordenó que, dada la actitud de los periodistas, "se buscase a alguien que les rompiese los huesos a ellos y a sus impresores; y conflo en que lo aprobarán todos los ingleses decentes, ya que he servido a mi reina y a mi patria con todo mi corazón".

Desde Guttenberg, la teoría de Catón -"Los enemigos son más útiles que los amigos"- no ha sufrido muchas variantes. El vizconde Wolseley, un precursor de McArthur, pintó a los periodistas que le acompañaban como "a esa raza de zánganos que constituyen un estorbo para todo el ejército, que se comen las raciones de los combatientes y no trabajan en nada; que sirven de correveidile para la locura del público por las noticias". Un poco más cerca, el nefasto general Edwin Walker -también mencionado por el teniente coronel Fernández Monzón- describió el trabajo de la Prensa crítica como "papel perverso, inmoral, corrupto, destructivo y subversivo", cuyas normas, según el mismo periódico las expone, "no hacen sino reconocer su provocación periodística de sentimiento de motín". Lo único que había hecho la Prensa era denunciar las presiones que el general ejercía sobre sus subordinados en favor de los grupos de la extrema derecha, sobre todo teniendo en cuenta que los discursos se lanzaban en la División de Infantería 24, destacada en la República Federal de Alemania.

"El militar mira al periodista como a un enemigo", sostiene Tristán Coffin en La sociedad armada. Personalmente, y puesto que sus análisis se centran en el Ejército norteamericano, creo que exagera un poco. Más bien me inclinaría por las reflexiones de José Luis de Imaz en Los que mandan: "No siempre es fácil superar las barreras de comunicación que separan a los civiles de los militares". Imaz está convencido de que el problema es universal, y añade que "el militar puede llegar a comprender las reglas de juego del mundo político, y hasta en algunos casos -sobreponiéndose a las inevitables limitaciones profesionales-, las más arduas y complejas de la diplomacia. Lo que resulta más diricil es que el civil, y especialmente el intelectual, llegue a calar la psicología y el orden valorativo militar. Para superar esa barrera, ambos grupos tienen que hacer un esfuerzo, a lo que pocas veces están dispuestos".

Entre nosotros, pese a la desesperanza de Imaz y también de muchos españoles, se ha dado ahora un paso para superar las vallas de la incomunicación. Incluso hasta los errores, para despejarlos con mayor urgencia, se pueden rectificar a través del télex. El Rey ha pronunciado recientemente palabras sencillas y modélicas sobre este tema. La verdad no necesita verbos alambicados con adjetivos solemnes; tampoco actitudes amparadas en seudoindignadas virtudes nunca ofendidas. La verdad es humilde, y quienes la preconizan tienen el derecho a morirse en paz en su casa sin estar, por el solo hecho de escribir en los periódicos, en una libertad provisional que, a veces, puede llegar a convertirse en prisión efectiva.

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