Aranguren
José Luis Aranguren -alto como Unamuno, feo como Sartre, tengo escrito de él- se lo montó el otro día, en el Club de Prensa, ni siquiera de happening contracultural, como más o menos se ha dicho, pues que el happening de los sesenta suponía participación, crear algo (un espacio, un tiempo) entre todos, y Aranguren se propuso, la otra tarde, descrearlo todo y descrearnos. Naturalmente, lo consiguió. Parece que se trataba, más o menos, de inaugurar el Club Cultural Marco) Aurelio. Aranguren, maestro que no quiere magisterios, comenzó dudando de la existencia del Club, de las intenciones de todos y de sí mismo. Ante un público desconcertado, que estaba asistiendo a un antiacto cuando esperaba un acto de media tarde, suficientemente académico, sólo las intervenciones espontáneas de Máximo y Ricardo Cid recondujeron al personal hacia el redil sin límites del juego. Fanny Rubio y José Luis Abellán le preguntaron a Aranguren por los estatutos del nuevo club:-No conozco los estatutos y supongo que serán tan tópicos y aburridos como los de cualquier otra cosa.
Nadie: sabía por qué el Club va a llamarse Marco Aurelio, y Aranguren explicó que el creador de la designación, Fernando Savater, ni siquiera había acudido al acto. «Si se trataba de encontrar un nombre estoico y, polémico, el de Unamuno estaba más cerca», sugirió alguien. Y Aranguren: «Es que de Unamuno ya lo sabemos todo y de Marco Aurello nadie sabe nada».
Yo creo que Aranguren consiguió desolemnizar una solemnidad, incluso contra la voluntad de los organizadores. A la salida, una señora le decía que hay que hacer un homenaje al Rey don Juan Carlos por su último discurso. Y Aranguren:
-Me parece muy bien ese homenaje, pero yo no voy a participar porque no quiero que a los antiguos cortesanos los sustituya hoy una corte de intelectuales, y a eso es a lo que vamos.
Yo creo que no se puede expresar un mejor respeto humano (no áulico) a la figura del Rey. Luego se lo dije al maestro/ antimaestro, cenando: «Hoy les has dado un disgusto a tus viejos troncos del mundo académico». Cuando lleva uno treinta años asistiendo a inauguraciones, ritos culturales, declaraciones trascendentales y asuntos fenomenales, encuentra, por fin, que sin alarde ni pancarta, alguien ha sabido crear/destruir toda la pedantería de la cultura desde dentro, desacralizando el sacerdotalismo del saber para reintegrarlo al juego. Eso es lo que mantiene hoy a Aranguren tan cerca de la juventud más joven. He recordado al principio que él, más o menos, es un medio Unamuno y un medio Sartre. Ahora se dedica a traicionar todas las tardes a Unamuno con Sartre, al fanático con el ateo, o a la viceversa, según le convenga, en un adulterio filosófico a ojos vistas que le hermosea intelectualmente, y así ha sabido verle Montserrat Roig en reciente encuentro: «conservando los restos de una hermosa fealdad». Entre Unamuno y Sartre, está el medio jesuita que Aranguren ha confesado ser a veces, y uno procura seguir de cerca la posesión demoniaca de ese medio jesuita por un medio fauno lúdico de después de la siesta teológica, en posesión plena de la ironía de los griegos, como cuando le dice a Blas Piñar que lo únio que pasa es que él -Piñar- no es José Antonio Primo de Rivera ni mucho menos.
Juan Cueto tenía el domingo la lúcida generosidad de explicar en este periódico cómo uno intenta la antinovela. Aranguren está intentando y logrando a diario el antidogma, el antisacerdotalismo cultural, el antiacto, el antilibro. De madrugada, cuando me llevaba a casa en su coche rojo, conduciendo entre la niebla de sus patillas contra la niebla del futuro, yo encontraba absolutamente lírico el proceso que va del medio jesuita al anarcolúdico sapientísimo. En su delgadez se ha corporalizado con anchura eso que llamamos democracia.
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