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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Principios y criterios para la reforma electoral / 1

Resulta harto evidente que una ley Electoral, en la medida que condiciona unos resultados determinados de alianzas preelectorales y opera sobre el comportamiento de los electores, particularmente sobre franjas sensibles y del voto flotante de los mismos, no es una ley secundaria en los sistemas de democracia política. La ley Electoral, generalmente producto de unos pactos en las alturas de la clase política o parlamentaria, resulta por ello tanto o más fundamental que la propia Constitución.La ley Electoral de 1977, que el Gobierno anuncia. va a ser objeto de revisión mediante -se supone- proyecto del Grupo Parlamentario Centrista y del Gobierno, fue pactada en un doble momento ya histórico por el Gabinete real Suárez-Lavilla de 1976. En un primer momento, decisivo, con las procuradores de la X Legislatura de Cortes inorgánicas, al aceptar con enmiendas y correcciones sustantivas el proyecto de ley para la reforma política, luego aprobado por referéndum popular el 15 de diciembre de 1976; en fase posterior, desde diciembre a febrero de 1977, mediante pactos determinantes entre delegados electorales o «expertos» del Gabinete y de la comisión de la oposición de nueve, aunque en la práctica lo esencial de la negociación fue un pacto, luego repetido o consensuado, entre el presidente del Gobierno y el secretario general del PSOE. De aquellas negociaciones resultó, aparte de un pintoresco y divertido preámbulo, el contenido de la ley Electoral" que, con unas cuantas peripecias más -algunas de notable importancia-, llevaría al bipartidismo central de las elecciones generales de 1977 y a su práctica reconducción en las del 1 de marzo de 1979, en cuanto a resultados parlamentarios relativamente orientados por las altas partes contratantes de aquel entonces. Ciento siete años después de los pactos canovistas de 1875, de orden electoral y constitucional, conviene alertar a los dos grandes prótagonistas del momento actual para que no reproduzcan viejos males e intenten negociar, como es lógico en las Cortes y de cara al país, un nuevo proyecto de ley Electoral más objetivado y viable que el que los lógicos impulsos de la situación presente pueda llevarles a una perpetuación de,un régimen de dominación bipartito, quizá crecientemente alejado de los anhelos actuales del país.

En crítica publicada en EL PAIS, tres días antes del referéndum del 15 de diciembre de 1976, sosteníamos que el sistema electoral del que derivaría la ley Electoral inscrita en la ley de Reforma Política producía desigualdades jurídicas, condicionamientos que la ley de Normas Electorales posterior tampoco se cuidó de corregir o nivelar.

Pueden reargumentarse causas jurídicas, morales y políticas para confirmar la necesidad de una revisión de la ley Electoral. Que el Gobierno anuncie un próximo envío de proyecto o anteproyecto al Parlamento prueba que el actual sistema y ley Electoral no ha resistido las duras pruebas de dos elecciones generales.

Desde el punto de vista estrictamente jurídico, la ley Electoral de 1977 es perfectamente anticonsti tucional, al vulnerar explícita y repetidamente el principio constitucional de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, en este caso ante la ley Electoral. Desde el artículo 1, donde se proclama como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico «la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político», hasta el artículo 14, que actúa de preámbulo definidor o umbral introductorio de los derechos y libertades proclamados por la Constitución, y en el que se señala expresamente: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna... », sin olvidar el artículo 23, que reconoce el derecho de participación y sufragio activo o pasivo, es decir, el derecho a elegir y ser elegido... en condiciones de igualdad en la representación, todo el espíritu de la Constitución se basa en la preeminencia jurídica del principio de igualdad ante la ley.

Como argumentos morales cabe citar el compromiso de todas las fuerzas democráticas por mantener los ideales de la democracia política, reduciendo las desigualdades y evitando frustraciones que a la larga pueden erosionar seriamente al propio sistema de fuerzas políticas nacido de las consultas constituyentes de 1977. Aun cuando el sistema electoral de 1977 favorece a las grandes coaliciones electorales, en particular a las dos primeras que han obtenido en ambas consultas más de dieciséis puntos de prima electoral parlamentaria en relación con los votos obtenidos de los electores (82,6 % de escaños sobre 65,4% de votos entre centristas y socialistas, lo que supone primas respectivas de trece y cuatro puntos), una y otra formación, aunque esperen alternarse con este u otro sistema próximo en el poder, no deberían caer en la tentación de mantener o reproducir el sistema de primas superiores al 10%, por muchos principios de gobernabilidad que parezcan ampararles. Tanto por los antecedentes españoles hasta 1936 como por los aspectos que evidencia la política comparada, el régimen de primas altas suele terminar siendo contrario a la estabilidad de un sistema democrático.

Entre las causas y resultados de naturaleza específicarnente política por las que la revisión electoral es una necesidad pueden apuntarse las siguientes:

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1. El sistema electoral para la designación de diputados, dispuesto en 1977, ha acentuado la concentración de poder en los altos estados mayores de los partidos, particularmente en el núcleo ofigárquico de dos a cinco personas, quienes imponen listas cerradas y bloqueadas de modo inapelable y sin posibilidad de ser desbloqueadas con voto de preferencia primario o secundario por parte de los electores.

2. Las listas cerradas y bloqueadas propenden a concentrar el poder en grupos cerrados y deterioran el principio constitucional (artículo 6) de que en su interior los partidos políticos han de practicar la democracia. Reducen por ello el espacio competitivo exterior y propenden a su anquilosamiento, limitan su capacidad de íntegración de los afines y generan involución.

3. Lejos de facilitar la propensión a expandir el espacio de competitividad electoral, a la renovación del personal directivo, al proceso de adhesión o integración de fuerzas afines, empujados por la ley electoral y sus reglas, los partidos tienden a comprimir y reducir su espacio. Se pierden en querellas de permanencia o expulsión, de segregación, incompatibilidad o disidencia. Los propios electores de 1979, ante las primeras muestras inequívocas de reducción hacia dentro de los partidos y coaliciones, redujeron, en una primera ocasión, en más de un 10% del cuerpo electoral (la abstención pasa del 21 % al 32 % de 1977 a 1979), como término medio, la participación electoral en las elecciones generales.

4. Para evitar, por tanto, los males de la fragmentación electoral y de autoridad partidista, que amenazaba la división de fuerzas políticas, hacia finales del año 1975 se cayó, una vez experimentadas las elecciones de junio de 1977 sin revisión electoral, en la apatía y el abstencionismo en espiral. La clase política dirigente, saturada en la renovación política y legislativa sin tregua, no parece haber percibido el ya casi remoto origen de sus múltiples vicisitudes actuales.

5. El hiperpoliticísmo o tacitismo de la muy hispánica tradición del barroco político no ha parado sólo en la ley electoral y sus vicios de origen, sino que ha cometido el error de trasladar a algunos artículos de la Constitución los males endémicos de la regulación electoral. Nuestros constituyentes, en lugar de conformarse con orientar los grandes principios de la participación política y electoral, prefirieron descender a la arena de la constitucionalización del sistema electoral, al menos de una parte del mismo, optando por unas cámaras cuantitativamente determinadas, según preceptúan los artículos 68 y 69, y una serie de elementos electorales quizá puramente coyunturales y secundarios. ¿Por qué descender a tal casuística electoral en la Constitución cuando, desde la Constitución de 1912, las demás Constituciones españolas no habían llegado a tantas exigencias e imposiciones en materia electoral?

Sin necesidad de acudir a la reforma de la Constitución, el sistema electoral español se encuentra sometido a un cruce de limitaciones e imposiciones derivadas de la Constitución, que tasa y condiciona los propios principios mayores o valores superiores de la propia norma constitucional.

Miguel M. Cuadrado es catedrático de Derecho Político en la Universidad Complutense de Madrid.

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