La capital del mundo
Creo que fue allá por los años veinte cuando Heminway escribió un precioso relato con el título que encabeza este artículo. Se refería con él a Madrid, capital de los torerillos que, con más hambre que posibilidades, aquí acudían con la esperanza de encontrar la gloria, y el pan, en su famosa plaza de toros. Heminway describe un Madrid sórdido, pueblerino y petulante, cerrado sobre sí mismo y volcado en la autocontemplación de un microuniverso de pícaros, tratantes y monosabios. Parece que no pasa el tiempo: en la década de los ochenta, y en plena construcción de la España de las autonomías, Madrid vuelve a ser la esperpéntica capital de un mundo político que ha hecho de su ególatra y masoquista autocontemplación una singular religión para iniciados. Hoy más que nunca Madrid pretende ser el mundo y el resto del país, paisaje y paisanaje: el Gobierno de Madrid, los periódicos de Madrid, los cronistas políticos de Madrid, los golpistas de Madrid..., y así hasta el infinito, componiendo de paso una agónica representación, ya que estamos con las citas literarias, de la sartriana Hiis Clos.Efectivamente, a juzgar por lo que se dice en los mentideros de la villa y corte, la cosa no hay quien la pare. Es decir, que si Dios no lo remedia, ya que otras instancias parecen impotentes, estamos abocados al golpe. De timón, claro, como eufemísticamente lo denominan, pudorosos con el vocabulario, algunos comentaristas de los de antes y después de la democracia. Seamos sinceros: en los cenáculos, y nunca mejor dicho, de la capital no se habla de otra cosa. El problema, al parecer, no está en eI porqué y en el cómo, sino únicqamente en el cuándo. De modo que, por si éramos pocos, han aparecido astrólogos y futuristas a engrosar la nómina de personajes invitados. Así que ya estamos todos: gobernantes, políticos en la oposición, periodistas, pasotas y adivinos cociéndonos en nuestra propia salsa. Y a fuego lento, como mandan los cánones de la gastronomía tradicional. El plato es único, como esas famosas lentejas ofrecidas, y degustadas, a toda clase política madrileña, periodistas incluidos, no faltaba más, tan dada a las tertulias de mantel y tenedor. O de cuchara, toda vez que, superada la moda de la nouvelle cuisine, hemos vueIto a los guisos de la abuelita. Y si el menú se reduce a un plato, no hay que decir que la reserva en el derecho de admisión es estricta. Aquí sólo caben los que ya estamos. Abstenerse, por tanto, forasteros.
Hay que decir, por lo demás, que el cuadro no sería completo sin describir, aunque sea someramente, el ritmo ciclotímico a que estamos sometidos. Asombra, en este sentido, que psicólogos y psiquiatras no hayan sido especialmente invitados al cotarro. ¡Con los que hay en Madrid! Los cambios de talante son vertiginosos y así pasamos del frío al calor, o del optimismo al pesimismo, no ya en horas veinticuatro, sino, a veces, dentro de la misma tarde o mañana. Basta una intencionada noticia dada por el teletipo y recogida en los pasillos del Congreso de los Diputados, no importa que se haya originado allí mismo, o que algunos dce los líderes políticos tengan una cara más adusta que la habitual, para que el clima se cargue de negros presagios. Las palabras cobran en ese contexto una importancia desmesurada, COMO Si aquéllas, por sí mismas, pudieran modificar el curso de la historia. El discurso, por otra parte excelente, de Landelino Lavilla en la sesión de homenaje a la Constitución, hizo subir la alicaída temperatura ambiental muchos grados por encima de la media de los últimos días. A la mañana siguiente, el del presidente Leopoldo Calvo Sotelo, por otra parte muy malo, la descendió casi por debajo de cero. Objetivamente considerados sólo eran dos discursos, pero la irrefrenable tendencia a moverse por estados emocionales los convirtió en la fácil percha donde colgar las razones para un ánimo-desánimo, que debería contar con fuentes más empíricas para desarrollarse,. Porque, esa es otra, todo el mundo analiza a partir de una aplastante carencia de datos, y a golpe de intuición nunca se sabe adónde se puede llegar, dado el masoquismo que nos rodea.
En fin, este es el Madrid de los últimos días de 1981. Con todo el invierno por delante y tan lejos de la primavera. Llegar, es posible que lleguemos. Pero lo que es seguro es que así no se va a ninguna parte. No es que las cosas se vean distintas desde Madrid. Es que esta ciudad se ha convertido en una jaula de pájaros de mal agüero, de aves carroñeras y de cotorras. Que viven además un nefasto microclima donde se confunde el on the rocks con el polo Norte. La democracia espafiola está, es innegable, en un momento dificil. Los idus de marzo tampoco son precisamente favorables. Existe, qué duda cabe, una estrategia golpista desplegada sabiamente y un notable despiste de quienes deberían tener la sartén por el mango y no la tienen. O, al menos, no parece que la tengan. Pero por muy importante que sea el factor subjetivo, la sociedad española tiene reservas más que suficientes, como corresponde a su grado de desarrollo económico y social, para hacer inviable cualquier aventura hacia el túnel del tiempo. Se están confundiendo los molinos de viento con los gigantes, y el caso de Madrid empieza a ser, en ese sentido, especialmente irritante e irresponsable. De seguir así habrá que pensar en poner a esta capital en cuarentena. Y someter a todos los que estamos en el ajo a una cura de desintoxicación. Porque una cosa es inventariar una situación que dista mucho de estar perdida y otra muy distinta hacer de correveidiles de una hipotética catástrofe. Que es, exactamente, en lo que ha venido a parar esta antigua capital del mundo. Un título que de verdad sólo ostentó cuando hizo del !no pasarán!, tan distinto, ¡ay!, de los actuales susurros elaudicantes, un símbolo de gallardía y de resistencia.
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