Los valores constitucionales
EL DISCURSO del presidente del Congreso en la sesión de las Cortes Generales para conmemorar el tercer aniversario de la Constitución ha tenido, además de rigor conceptual y densidad teórica, esas cualidades de dignidad, firmeza y valentía que los españoles necesitan ver en sus representantes y gobernantes. En el caso de que la renuncia de Landelino Lavilla a seguir participando en las luchas intestinas de UCD hubiera tenido como principal motivo su deseo de estar a la altura de sus responsabilidades como presidente de la Cámara baja, habría que reconocer que su decisión ha sido plenamente acertada. En unos momentos en que resulta cada vez más difícil trazar las fronteras entre la ultraderecha golpista y algunos sectores democristianos herederos de la tradición colaboracionista de la Santa Casa con el anterior régimen, la resuelta defensa de la Constitución por el presidente del Congreso, en su día dirigente de la Asociación Católica Nacional de. Propagandistas y presidente de La Editorial Católica, debe ser elogiada y valorada en lo que merece.Landelino Lavilla, ministro de Justicia desde julio de 1976 a marzo de 1979, y diputado a las Cortes constituyentes, tiene la autoridad de su propia experiencia para resumir las notas esenciales del texto refrendado el 6 de diciembre de 1978. El propósito de los diputados y senadores que aprobaron la Constitución fue marcar el sendero para la pacífica convivencia entre los españoles y para que España no fuera "nunca más objeto de litigio entre quienes, dogmáticos e intolerantes, no saben afirmar sus ideas sin arrasar violentamente las ajenas". Mientras el espíritu de enfrentamiento que animó anteriores textos constitucionales los condenó a una rápida caducidad, el espíritu de entendimiento del proyecto de 108, acogido al principio supremo de que "no hay vencedores ni vencidos", debe asegurar su permanencia y estabilidad.
La Constitución es, además de marco de referencia programático, la principal norma de nuestro ordenamiento jurídico, esto es, la consagración formal de "un conjunto de valores que han de hacerse realidad en las leyes y en el comportamiento diario de las instituciones y de los ciudadanos". En este sentido, sólo cuando la democracia llegue a convertirse en estilo de vida y los hábitos de tolerancia, respeto y comprensión constituyan el tejido de nuestra convivencia cotidiana podrá decirse que la Monarquía parlamentaria ha quedado definitivamente asentada en nuestro suelo. Como ha señalado el presidente del Congreso, la transformación de los valores constitucionales en creencias sociales exige un período mucho más largo que los tres años transcurridos desde el referéndum del 6 de diciembre de 1978. Sin embargo, se ha puesto en marcha esa "dinámica irreversible propia del régimen constitucional", que condena de antemano al fracaso cualquier intento de "mutilar los derechos fundamentales y las libertades públicas en España". Porque una conjura involucionista iría contra el sentido de la historia y contra la voluntad popular, y "sería, por lo mismo, rigurosamente inútil". Fuera de los valores constitucionales "no hay sino barbarie y regresión". Y "cualquier pretensión de imponer el dogma, silenciar la discrepancia, trabar la libertad de expresión, cercenar el derecho de asociación política o desnaturalizar de nuevo las organizaciones sindicales", resultaría, a plazo más o menos corto, estéril.
Y, sin embargo, en nuestro país no faltan "personas incapaces de aprender las lecciones de la historia y de entender los signos de los tiempos" que pretenden subvertir, desde la ultraizquierda y la ultraderecha, una Constitución que persigue como meta "no la gloria del Estado, sino la libertad de los ciudadanos". Hay, en verdad, "demasiadas páginas de nuestra historia escritas con sangre de hermanos o con oscuras tintas de odio y rencor" como para bajar la guardia ante los terroristas o frente a quienes se proponen "secuestrar la voluntad del pueblo entero, arrogándose su representación y erigiéndose en voceros excluyentes de los más entrañables valores de España". Como bien ha subrayado el presidente del Congreso, el pueblo español "no puede tolerar que grupos o personas, por la fuerza de las armas, por la invocación de valores audazmente secuestrados o por fanatismo suicida, suplanten su propia voluntad y se erijan, con presunción, en jueces y árbitros políticos".
Porque es el pueblo español el único juez de sus representantes y el único que arbitra renovando o retirando su representación.
El excelente discurso de Landelino Lavilla, sin embargo, no puede quedar en simple gesto de dignidad o en abstracta formulación programática. Las Cortes Generales, que aplaudieron con fuerza sus palabras, tampoco deberían atrincherarse defensivamente tras la obra ya realizada, sino esforzarse por desarrollar los mandatos constitucionales pendientes y controlar la acción del Gobierno. La normalidad de la vida española no puede construirse a base de proclamaciones bienintencionadas y entusiastas, como las expresadas por el presidente del Gobierno el pasado viernes ante un centenar de periodistas, sino con la firme voluntad política de regular la convivencia ciudadana exclusivamente mediante las normas democráticas, sin concesión alguna a quienes carecen de representación popular.
Esa actitud exige un estudio a fondo de nuestra Constitución y un sincero examen de conciencia, nunca hipotecado por amenazas y bravuconerías, sobre los defectos y las carencias en su aplicación y desarrollo. El Parlamento no puede quedar semiparalizado hasta las próximas elecciones generales por culpa de la mermada y dividida minoría sobre la que se asienta el Gobierno. Se precisa un Código Penal y un Código de Justicia Militar plenamente acordes con la Constitución. La modernización de la sociedad y la adaptación del ordenamiento jurídico a los principios constitucionales exigen, también, una labor legislativa que se ocupe de la administración de la justicia, el sistema electoral, la autonomía universitaria, el régimen local, el Tribunal de Cuentas, la sanidad, etcétera. Este es el único camino para que la institución parlamentaria fortalezca sus vínculos con la sociedad española, cumpla su alta función representativa y pueda exigir al poder ejecutivo la aplicación, sin claudicaciones y sin complejos, de la legalidad nacida de la Constitución de 1978.
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