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Tribuna:Tercer aniversario de la Constitución
Tribuna
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Del consenso constitucional al consenso necesario

Cuando los siete miembros de la ponencia designada por el Congreso de los Diputados para elaborar el borrador de Constitución nos reunimos, en agosto de 1977, el primer problema con que nos enfrentamos fue qué tipo de Constitución íbamos a elaborar.Sobre nosotros pesaba no solamente el resultado de las recientes declaraciones, sino también la experiencia, tan diversamente vivida por cada uno, de los cuarenta años de franquismo. Y más allá pesaba en nosotros la trayectoria política de España y los dramáticos avatares de la formación del Estado español contemporáneo en el último siglo y medio de nuestra historia.

Entre los siete ponentes había muchas diferencias políticas y diferencias no menos grandes en la trayectoria personal de cada uno. Representábamos opciones diferentes, y en el pasado habíamos tenido enfrentamientos radicales. El primer día que nos reunimos no pude dejar de recordar que uno de los miembros de la ponencia, Manuel Fraga Iribarne, era ministro cuando yo me vi obligado a exiliarme.

Sin embargo, sabíamos que estábamos ante una nueva tarea, y que debíamos mirar hacia el futuro. Y por encima de nuestras diferencias supimos encontrar un punto de coincidencia fundamental: que no se trataba de elaborar una Constitúción ideologista que dividiese a los ciudadanos españoles en dos bloques equivalentes y enfrentados radicalmente, sino que había que establecer unas reglas de juego practicables para todos los que éramos partidarios de la democracia.

La inmensa mayoría, con la Constitución

Había que establecer, desde luego, un línea divisoria: la que separaba a los partidarios de la democracia -fuesen cuales fuesen sus opciones y sus intereses sociales- de los enemigos de ella. Al otro lado, había que dejar el menor número posible de ciudadanos españoles. A este lado, el de la democracia, había que sumar la inmensa mayoría.

Desde el punto de vista del partido comunista esta era una cuestión esencial, que condicionó todas las opciones que hubo que tomar en aquellos momentos, y, entre ellas, la de la plena aceptación del régimen de Monarquía parlamentaria.

Este planteamiento se basaba en una consideración general: que la democracia española era todavía muy débil y precaria, que más allá del desmantelamiento del régimen propiamente franquista subsistían poderosos aparatos del Estado y poderosos organismos sociales vinculados al pasado, y que, precisamente por ello, la tarea primordial era contribuir a consolidar la democracia y a vigorizar las fuerzas políticas y sociales que debían llevar adelante la difícil transición.

Para nosotros, la conclusión lógica de este planteamiento debía ser una fórmula política en la que tuviesen cabida y participación todas las fuerzas significativas del marco parlamentario. Y como forma menor, pero importante, de esta necesidad política propiciamos y aceptamos la política que se dio en llamar del consenso.

Pecados propios y ajenos

Esta política recibió y ha seguido recibiendo muchas críticas. Se le ha acusado de pecados propios y de pecados ajenos. Pero yo dudo que en las circunstancias concretas en que se puso en marcha hubiese otra alternativa mejor para consolidar la democracia. Por lo menos nadie ha sabido exponerla, ni menos todavía demostrarme sus superiores excelencias.

Es más: creo que el problema más grave de nuestra transición inacabada se produjo cuando, una vez promulgada la Constitución, UCD rompió el consenso y se decidió a gobernar, a desarrollar la Constitución y a estructurar el nuevo Estado democrático en solitario, y además con un Gobierno de minoría.

La Constitución la elaboramos entre todos, pero la aplicó y la desarrolló solamente uno de los participantes. Y, además, lo hizo mal. Este es el problema de fondo.

Convertir el texto de la Constitución en carne viva de nuestro sistema político, hacer arraigar en la conciencia colectiva de los españoles el nuevo sistema constitucional, emprender la reforma del viejo Estado centralista y burocrático, y construir en su lugar un nuevo Estado democrático, descentralizado y participativo -pues este, y no otro, es el mandato constitucional-, eran y son tareas gigantescas en cualquier país, y muy especialmente en el nuestro. Eran, desde luego, ta reas que no podía abordar en solitario un solo partido, fuese el que fuese, de derecha o izquierda.

No se podía librar a la vez un combate contra las fuerzas que queríail volver al pasado y contra los sectores populares, marginados de las principales opciones políticas. Y si ello no se podía hacer en condiciones normales, menos factible era todavía en plena crisis económica, con un aumento galopante del índice de paro, que convertía a cada trabajador en paro en un escéptico. Por lo menos, ante los valores de la democracia.

El resultado está a la vista. No ha habido ningún programa coherente de desarrollo constítucional, se han hecho leyes y se han dejado de hacer otras sin un criterio claro y definido, se ha ido cediendo cada vez más ante la presión de los sectores involucionistas, se ha frenado el desarrollo legislativo y el ejercicio práctico de muchas libertades importantes, se ha hecho una política autonómica nefasta, llena de meandros incomprensibles, que finalmente ha concluido con un pacto autonómico en el que no han estado fuerzas indispensables para hacerlo factible.

La consecuencia general de este proceso es lo que hemos llamado el desencanto. Y cuando digo esto no pretendo escurrir el bulto e ignorar las responsabilidades que las fuerzas de izquierda hemos tenido en la creación de este clima. Sé muy bien que en muchas cosas importantes, y muy especialmente en la explicación de los hechos y en la creación de canales de participación de las clases populares, no hemos estado a la altura de nuestras responsabilidades. Pero tampoco creb que haya que entonar una especie de mea culpa general que diluya las responsabilidades principales de UCD y que convierta nuestro panorama político , en una especie ae noche llena de gatos pardos.

Desencanto y golpismo

Y hay que decir esto porque el desencanto tiene otra cara: la del golpismo. Este ha crecido a medida que crecía aquél. Los golpistas se han aprovechado también de la desorientación del pueblo y también de la debilidad de un Gobierno que se empecinaba en librar todas las batallas a la vez y no podía ganar ninguna, dada su actual debilidad.

Este tercer aniversario de la Constitución es un aniversario de la alarma, pero también de esperanza. Los otros dos anteriores pasaron sin pena ni gloria. En éste hay una mayor conciencia de la importancia de la Constitución y de la trascendencia del momento político.

Precisamente por ello, es absolutamente indispe iÍsable que las fuerzas políticas constitucionales sepan dar una respuesta global que esté a la altura de las expectativas y de las necesidades. Hay que recordarque todos los pasos adelante que se han dado se han debido a una forma u otra de consenso, que el Gobierno y UCD en solitario no han podido llevar adelante ninguna transformación ni ninguna medida mínimamente serias en solitario.

Un consenso irrepetible

Se muy bien que el consenso que presidió el período constituyente es en gran parte irrepetible, pero también me parece evidente que nuestro sistema democrático sólo puede seguir adelante y reforzarse si las fuerzas políticas somos capaces de encontrar alguna forma renovada de consenso.

Seguir como hasta ahora, con una política de recambios gubernamentales que no son más que zurcidos y emplastos carentes de futuro, es llevarnos a todos al descalabro. A todos, digo, no sólo a UCD.

Hay que defender la Constitución, impulsar la movilización activa de la población en esta defensa. Y para ello hay que hacer prueba de imaginación, buscando y encontrando nuevas formas de consenso que consoliden el sistema democrático y cierren el paso a los que quieren destruirlo. Este es, a mi entender, el gran mensaje del tercer aniversario de la Constitución.

Jordi Solé Tura es diputado del Grupo Comunista.Fue miembro de la ponencia constitucional.

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