El sexteto de músicos de la ONCE: "No es lo mismo cerrar los ojos que no ver"
El mundo de los ciegos es todavía desconocido para muchas personas, que los encasillan dentro del ámbito de los subnormales. Sin embargo, hoy, los ciegos quieren despojarse de esa imagen que mueve a compasión e integrarse en un mundo absolutamente visualizado. En este reportaje se habla de la vida y las actividades de unos ciegos que se desmarcan del tópico del cuponero y que pretenden, mediante el ejercicio de sus profesiones, ganar cada día más terreno a la normalidad.
«No es lo mismo cerrar los ojos que no ver. La gente nos compadece tanto porque cree que nos sentimos igual que cuando uno que ve se tapa los ojos, y no es así. Hay un desconocimiento de lo que es la ceguera y el ciego. Algunos videntes quieren convencernos, por ejemplo, de que los ciegos vemos todo negro, y no es cierto. Simplemente no existe la sensación de ver. Para un ciego total, a efectos de visión, son igual los ojos que la nuca. Con la nuca tú no ves oscuro, ¿verdad? Pues nosotros, con los ojos, tampoco». Los componentes del sexteto de la ONCE me hacen ver de esta manera tan sencilla lo fuera de lugar que está la compasión para con unas personas que, en realidad, se sienten tan poco desvalidas, tan normales.Son los propios ciegos los más interesados en deshacer esa red melodramática tejida en torno al ciego; en desmentir toda esa ideología de serial radiofónico basada en la conmiseración. «Me revienta lo de "pobrecito ciego" tanto como que me digan invidente. La palabra es ciego, sin eufemismos». Esto lo dice José Román Vicedo, funcionario de la ONCE y abogado en ejercicio desde 1960. «Yo soy, seguramente, el primer abogado ciego de España». Vicedo reconoce las dificultades que le acarrea la ceguera para ejercer su profesión, y está orgulloso de haberlas superado: «Yo tengo que ser un profesional que convenza a la persona que se sienta delante de mí de que voy a solucionar su caso, porque si fallo puede decir: "Harto hace el pobre siendo ciego"». A Vicedo, que arrolla con su verbo, no parecen faltarle esas dotes de convicción cara al cliente o al mismo juez. «Llegas a un juicio», continúa, «y da la impresión de que hasta el juez está pendiente de ti: "A ver cómo se desenvuelve el abogado ciego, a ver si sabe presentar las conclusiones, si sabe incluso firmar"».
Nadie que no se fijara en sus ojos diría de este hombre, sentado en su despacho, con un puro en una mano y el teléfono en la otra, que es ciego. Su imagen y actitud sorprenden a quien espera- encontrarse con una persona retraída o pesimista. «Yo no he notado ese apocamiento de ser ciego nunca. Perdí la vista a los seis años y seguí jugando como todos los niños, subiéndome a los árboles y haciendo vida normal». No obstante, J. Vicedo no se embala en su optimismo, porque todos los días hay barreras que hacen que llevar esa «vida normal» no sea tan fácil: «Para mí, el simple hecho de consultar un código puede ser un gran problema. Necesito, si no está traducido al Braille, que alguien me lo lea. Ahora tenemos puestas grandes esperanzas en el Optakon, un aparato que traduce en relieve los caracteres de cualquier escrito y permite leer de cincuenta a sesenta palabras por minuto. El inconveniente que tiene es el precio, que son más de 300.000 pesetas».
Todos los ciegos hablarían del Optakon, un verdadero sueño, especialmente para los aficionados a la lectura. Este ingenio daría acceso al ciego a cualquier libro sin tener que depender de las traducciones al Braille o las grabaciones en cinta. «Sería casi como ver», dice Vicedo, que confía en que los adelantos técnicos vayan acercando al ciego al mundo visual. La experiencia le dice que es así: «Cuando yo empecé a estudiar, en 1951, las cintas magnetofónicas estaban en mantillas, y además yo no tenía dinero para comprarme un magnetofón. Como tampoco había libros de Derecho en Braille, tenía que estudiar con los apuntes que tornaba en clase y lo que me leían mis compañeros. Hoy, en cambio, el magnetofón es de uso corriente ».
A J. Vicedo, tras. este pequeño repaso a su vida, se le nota satisfecho de sí mismo, orgulloso de haber superado más obstáculos que una persona normal (otra ciega, música, diría: «Para ser ciego con dignidad hay que ser fuerte, no tener complejos de inferioridad»). J. Vicedo sólo tiene una pequeña frustración, que confiesa al final: le hubiera gustado ser pianista, pero se ha tenido que conformar con ser un buen aficionado a la música.
La profesión ideal
A todos nos parece que la profesión ideal de un ciego es la música, y basamos esta creencia en el convencimiento de que los ciegos tienen más cualidades, más oído que los videntes. Pero esto no debe ser así, porque los cinco músicos entrevistados coincidieron en que el ciego no tiene más dotes que el vidente. Ocurre que, para la música, no tiene los inconvenientes que para otras profesiones. Recalcaron además la dificultad extra que la música tiene para el ciego: debe aprenderse las partituras de memoria, compás por compás, y ésto representa un tiempo adicional en el estudio de una obra, lo cual haría casi imposible que un ciego tocase en una orquesta cualquiera, por la propia necesidad que éstas tienen de cambio de repertorio. No podría tampoco seguir las indicaciones del director de orquesta. Es, en cambio, más accesible para un ciego el papel de solista y, por supuesto, el de concertista en solitario.En el sexteto que tiene la ONCE tocan cinco ciegos y un vidente. Su consideración laboral es de funcionarios de la organización, y su objetivo, el de promocionar la imagen del ciego en la sociedad. Además de este trabajo, algunos realizan otro. Es el caso de Adalberto (32 años, toca el contrabajo), que da clases, o Ana, de veinticuatro, pianista del sexteto y estudiante de literatura. Ante ellos, que a veces hacen bromas sobre su defecto, se pierde el pudor a hablar de la ceguera o el miedo a hacer preguntas delicadas. Ellos, que son ciegos de nacimiento, o casi (sólo Ana vio hasta los ocho años), la adaptación a la ceguera es total. Quien parece tener menos problemas es Basilio (38 años, violoncellista), que dice que la recuperación de la vista no le preocupa en absoluto. Juan (43 años, toca la viola) afirma que no se lo plantea porque sabe que no tiene ninguna posibilidad. Es Ana la única que confiesa preocuparse a veces, añorar lo que ha visto y estar dispuesta a operarse si hubiera alguna esperanza. «Cuando perdí la vista era un auténtico pato mareado; me sentaba en una silla y no hacía nada,. pero poco a poco fui moviéndome, conquistando el espacio que me rodeaba». Hasta hoy, en que Ana vive sola en un piso, no sólo sin graves problemas, sino con evidente satisfacción: «Y tengo allí mi piano y mis cosas, y estoy contenta. Vivo sola porque me gusta, -y también viviría sola si no fuera ciega. He tenido algunos problemas con la cocina, porque es importante ver para aprender a cocinar, pero voy superando este problema poco a poco».
Andar por la calle es uno de los retos que se le plantea al ciego todos los días. No se trata sólo de memorizar un trayecto, sino de arriesgarse a tropezar con la moto, la bombona o el andamio puestos en la acera en que ayer no había nada. El ciego puede ir en tensión, pensando si el próximo paso no lo dará en falso, o bien no atreverse a salir sin acompañante. Ana es categórica cuando afirma: «Yo prefiero romperme la cabeza una vez a ir con miedo por la calle. Yo voy tranquilamente, sin ninguna tensión. Si algún día acabo en la Paz, no me importa, habré andado muchos años a gusto». Por otra parte, andar por Madrid no es tan difícil: la gente colabora, y el metro es el transporte ideal para los ciegos, porque tiene, al contrario que el autobús, que se detiene en un semáforo y no sabes si es parada o no, unas estaciones fijas. Madrid tiene para Adalberto, que es de Valladolid, otras ventajas por ser una gran ciudad: «Aquí se puede pasar más inadvertido que en un sitio pequeño, donde es más fácil que seas el ciego». Juan, en cambio, añora el Madrid de hace veinte años y preferiría vivir en una ciudad pequeña.
Otra persona que prefiere Madrid para vivir es Antoñita, andaluza de Andújar y estudiante de décimo de piano. Madrid, para Antoñita, que tiene veinticuatro anos y es ciega desde que contaba unos meses, no es una ciudad hostil. Ella la ha ido conquistando poco a poco desde que salió del colegio en que estaba interna, y hoy cuenta cómo su madre se siente orgullosa de que, cuando viene a Madrid, sea su hija, la ciega, la que le lleve a todas partes.
Antoñita, curiosamente, debe a la ceguera su acercamiento a la música: «Si no hubiera sido ciega, hubiera tenido que trabajar desde muy joven, porque mis padres no pueden pagarme la carrera». Estudia gracias a una beca de la ONCE.
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