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Tribuna:SPLEEN DE PARIS
Tribuna
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Gades

Viendo bailar a Antonio Gades por el mundo, en un sótano cualquiera donde puede arder la hoguera en seco de su flamenco, he sentido lo que ya presentía: que él sólo fue el primero en caer. Porque las involuciones, en España, como las revoluciones, siempre comienzan por un político, un bailarín o un torero.Parecía que sólo era una anécdota «a nivel de» directores generales, cuando Antonio Gades fue sustituido por Antonio, en el Ballet nacional, pero yo cenaba aquella noche, en Liria, con el destituido director general de Música, Jesús Aguirre, y había ya otros signos de involución en el cielo artesonado del palacio. El duque, quizá, estaba más afectado de lo que su dandismo de reloj en el chaleco dejaba entrever, y yo lo estoy ahora, mientras Gades, Antonio Gades, el chico de los recados, este recadero genial de España, discípulo duro de mi paisano Vicente Escudero, baila para quienes no saben que bailar en Madrid es llorar y baila -ay- para quienes lo sabemos demasiado. Total no era más que un bailarín. Da lo mismo un bailarín que otro, en España, donde hay tantos. Da lo mismo un torero que otro, una sota de bastos que un caballo de espadas. Pero después de Gades, o antes, qué más da, cayeron Nuria y Marsillach, cayó Gabilondo, cayó Castedo, han caído Suárez y Rodríguez-Sahagún, de modo y manera que Calvo Sotelo ya tiene incorporados en sí, según la mecánica fantasmática del presidencialismo, un presidente, un secretario general, un bailarín, una cómica, un actor intelectual, un periodista, otro periodista -Vinader-, un lobo estepario de la estepa de Avila, más su crespa fantasma, viva en Rodríguez-Sahagún. El presidencialismo es la multitud de uno solo. Es lo que tiene de monstruoso.

Baila Antonio Gades, enciende hogueras de pueblo en el pueblo de las hogueras. Suscita ráfagas de mujer, juergas cubistas, la geométrica reyerta de la guitarra, ya para siempre amante casta de Braque, de Picasso. Pueblo/España en pie de baile, desmintiendo con su estética las noticias de hoy, las palabras del presidente: que será centrista del Centro, que aquí pasó lo de siempre, murieron cuatro romanos y cinco cartagineses, que Suárez no debe irse de un partido que es el propio Suárez, su biografía y hasta su bibliografía.

Si aquí no ha pasado nada, si esto no es la gran derecha, para qué la movida, el gran barullo, Jesús Aguirre, Nuria, Marsillach, Gabilondo, Castedo, Suárez, Rodríguez-Sahagún, todo el cuerpo de baile de la transición acuchillado de luna, por la espalda, en unas bodas de sangre cuyo muerto germinal -ya lo sabemos- siempre es Lorca. El bipresidente niega la derechización de la derecha, pe ro a su derecha no hay nadie, salvo Fernández-Cuesta/Piñar, disputándose un escaño de aire en la plaza de Oriente, y a su izquierda hay un vacío de 44 abstenciones que la justifican como «democracia interna», que no pertenecen a una familia concreta, que son abstenciones hospicianas, orfandad y anonimato, pero también son, en fin, dos cuatros como dos sillas, adonde se ha sentado Martín Villa con otro a esperar el puesto de secretario general. Calvo Sotelo tiene dos maneras de presidencia lizar la presidencia: o quedarse él con todo o buscar entre los robles franquistas un Piquer que, a ser posible, no sea familia de doña Concha, porque Tatuaje suena a postguerra. Y con Robles Piquer entran en la retrotele los hombres más decantados de la Editorial Católica, hijos espirituales del canónigo Nácar y el profesor Colunga.

«Ningún privilegio para los democristianos», dice Calvo Sotelo. Pero los democristianos ya cantan su gregoriano dentro, mientras Gades baila su flamenco fuera, en la calle, por el mundo, donde puede, en la mismísima rue. Nadie sabe, nunca, todo lo que cae en España cuando cae un bailarín o un torero. O un director de la tele.

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