El socialismo cartesiano
El socialismo cartesiano consiste en que Descartes les ha dado a los franceses eterna coartada para, como decía Cocteau, «saber hasta dónde pueden llegar demasiado lejos». Mitterrand sabe muy bien hasta donde puede llegar demasiado lejos, e incluso hasta donde no puede llegar ni siquiera demasiado cerca. Un suponer, el impuesto sobre la fortuna, la socialización de la medicina, la empresa privada, la enseñanza elitista, los turistas de Yeu, los armenios que alegran la rentrée, la naranja cartagenera y la Universidad reaccionaria heredada de Giscard/Pompidou/De Gaulle/Luis Felipe. (Una reacción que dura siglos es ya una tradición, «forma parte del paisaje de Francia», como Mitterrand dice de sí mismo, y tampoco nos vamos a cargar ahora el paisaje, oiga, que mire cómo se ponen los ecologistas.)En efecto, por concesión a los ecologistas, el presidente ha hecho algún barrido nuclear por Francia, cosa de poco, mientras aprueba en monólogo interior/ exterior una política atómica que convierte a Francia en la primera potencia mundial (cartesianamente entendido, o sea, sin pasarse). Es la misma política que Mitterrand vetó cuando estaba en la oposición, y hacía bien, porque su obligación era oponerse a cosas. Ahora no ha vuelto por Lipp, el restaurante a lo Toulouse-Lautrec, donde « cenaba siempre, en Saint Germain, desde que se lo dijo el camarero:
Pero ¿usted no era socialista?, ciudadano Mitterrand. ¿A qué viene tanta nuclearización?
-Seamos cartesianos, ciudadano camarero...
En España, como no tenemos un Descartes, se dice «vayamos por partes». Es lo mismo: un hacer tiempo para ir cogiendo el sombrero y pegarse una puerta. Lo cual que las viejas de Lipp, entre Manet y Monet, los comensales de Lipp, entre nietos de Sartré y niños/viejos del 68, forman guirnalda con los azulejos del restaurante, Se dicen en silencio que no es eso, no es eso, y nadie levanta una voz más alta que otra.
El impuesto sobre la fortuna no hay Descartes que lo toque. «Tengo una fortuna, luego existo». Sería anticartesiano. Los posibilistas de Lipp, por pasar el trago, dicen que el Estado sólo iba a recaudar por ese concepto unos trescientos millones de francos, o sea qué es eso para el Estado, la Francia, los Presupuestos, la cosa, nada, merde, entonces más vale dejarlo. Qué diría Descartes si levantara la glándula pineal, que era lo que él levantaba.
Enseñanza pública. Catorce millones de alumnos, frente a dos millones de la privada. Ahora hay un ligero trasvase hacia ésta. ¿Cómo mantener la socialización y calité de la enseñanza pública? Sacando dinero del impuesto sobre la fortuna. Ya está usted otra vez con lo mismo, qué poco cartesiano, no progresa en el discurso, cómo se nota que no es usted francés, además, si fuese usted francés no llevaría una chaqueta de Pierre Cardin, que eso sólo queda francés en España. Yeu, la isla de Yeu, la isla de Francia. Francia, tierra de asilo. El asilo, tierra de armenios. Los armenios la están liando por París. Le Monde escribe un editorial que le habría gustado escribirlo a Mitterrand: asilo, sí, pero cartesianamente. Lo cual, que se lo están replanteando. Los hermanos socialistas de España y Grecia. Bueno, como dijo alguien, «los griegos áctuales no son más que unos turcos». Y los socialistas de Felipe, unos arábigo andaluces: o sea, otros turcos.
A los sociólogos y economistas del 68, que llegan ahora a las cátedras universitarias, se les quiere centrifugar a provincias, que se curen un poco entre el vino de Burdeos y las murallas de Carcassonne. Una Universidad socialista, sí, pero seamos cartesianos. Lo único que ha conseguido nacionalizar a fondo Mitterrand, hasta ahora, es a René Descartes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.