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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Opera sin divos

EL SEGUNDO programa del ciclo de ópera de cámara, presentado por la Escuela de Canto de Madrid, con sus propios alumnos como cantantes y un catedrático como director de escena, dejó grandes claros en el patio de butacas del otras veces repleto teatro de la Zarzuela. No estaban los de siempre. Había algunos espectadores más atónitos que acostumbrados -los que iban a ver cantar a la niña o al primo-, críticos complacidos y aficionados curiosos. Se ofreció, sin embargo, un espectáculo de primer orden. Pero los de siempre -lo desdeñaron -incluyendo a los ministros, primeros o segundos, que otras veces se aferran a las barandillas de sus palcos y se agitan como polichinelas para que se les vea bien-: no había divos. Se está haciendo un esfuerzo persistente -por parte de la Dirección General de Música y Teatro para ofrecer una ópera posible, una ópera donde importe la representación y la voz; no ha conseguido todavía borrar la atracción por el divo o la diva; por la figura que, contra toda verosimilitud escénica, recogiendo todas las luces de los proyectores, con un traje mucho mejor hecho y más rico que el de los demás personajes, se adelanta hasta donde estuvieron en tiempos las candilejas y entona su aria y espera los bravos y los aplausos del público puesto en pie.El gran intérprete en la ópera y en la música -o en los toros, el deporte o la política- lo es porque tiene unas calidades máximas y eleva la función a la que se dedica. Pero no hay grandes, no puede haber gran ópera, si no hay un clima de ópera y una capacidad de degustación del arte. La afición al divo no es solamente la forma de recibir una cultura superior: está teñida de snobismo. El divo está en el escenario; pero está también en el patio de butacas, con la flor en el ojal del traje bien cortado y la señora enjoyada.

Hay, naturalmente, algunas reflexiones de filosofía barata; de andar por casa, sobre esta supervivencia de la adoración al divo en nuestra sociedad: al personaje fundamental, al nombre propio más que a la forma de cultura, y esta filosofía es extensible a la política. Cuesta trabajo aprender que todo viene de un esfuerzo amplio y de base, en una época en la que se menosprecian las bases.

El gran cantante, como el primer actor, el solista, el torero único, el escritor o el orador político son figuras necesarias. No son posibles, sin embargo, por sí solos, sin un clima en el que desarrollarse. Cuando España tiene alguna de estas figuras, nos las quitan inmediatamente las otras culturas: las que tienen una base amplia y formada y son capaces de reconocerlas y de inscribirlas en ellas.

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El trabajo que está haciendo la Escuela Superior de Canto, sus profesores, la Orquesta Sinfónica de Madrid y el apoyo a todo ello de la Subdirección de Música son muy importantes en la elaboración de esa base colectiva. Los claros en el patio de butacas, la sobra de entradas en la taquilla, demuestran el fracaso de una sociedad que se queja continuamente de que no hay en Madrid suficiente ópera, ni una compañía estable, ni un teatro adecuado, pero que no es capaz de acudir a apoyar a crearlos. Y esta actitud es una forma de ignorancia y de incultura como otra cualquiera.

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