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Tiempo de vino y caza

En las aguas sombrías de la laguna veneciana, universo de tierra que nace y muere entre mudos islotes, donde las ruinas permanecen, y oscuros muñones rodeados de murallas, Torcello fue la primera en el tiempo y en el esplendor, hoy reducido a tan sólo dos iglesias, unas cuantas familias y un puñado de casas. Y, sin embargo, este olvidado paraíso tuvo en sus tiempos mejores 30.000 habitantes y llegó a ser reina del comercio marítimo, de la lana y la sal, cuando Véncela no se llamaba Serenísima.Hemingway llegó a ella precedido de los clarines de la fama; seguramente cruzando bajo el puente de los puñetazos, donde, siglos atrás, dirimían sus cuestiones los mozos de la villa. Debió pensar que ninguna otra puerta mejor para un antiguo boxeador retirado en la mitad del camino de la vida, casi tan orgulloso de sus victorias en el ring como de sus hazañas literarias. Venecia acababa de nombrarle, nada menos, que Caballero de la Orden de Malta, y a los días en el Gritti Palace seguían las noches en el Harry's Bar, entre aristócratas amigos y princesas mundanas. No es de extrañar que su mujer lo sorprendiera cierto día en los brazos de una que, sin inmutarse demasiado, le propuso construirle un estudio en su jardín privado, para poder verle escribir no se sabe si novelas de guerra o aventuras de cama. El caso fue que el escritor quedó en Torcello, repartiendo sus horas entre la máquina de escribir y los patos, que a ratos todavía aparecen entre bosques de cañas.

En los días helados de noviembre, cuando el sol nace y crece como una aurora roja que hace aún más negro el perfil de las islas, el escritor solía subir al campanario de la antigua catedral para pasar revista a sus recuerdos inventados a medias. Cerca nacían del fango troncos muertos de viejos abedules, lejos, el perfil de Fossalta, imagen de una guerra vieja ya, pero capaz de despertar en él una postrera sensación romántica. Sólo faltaba la pasión, pieza mayor en un diciembre ya vencido del que huyó en tierra firme, en Latisana.

Entre el revuelto torbellino de hombres cargados de escopetas y capotes, una sola mujer, sin ningún interés por la pólvora o las perdices, calada desde el pelo a la cintura, maldecía su suerte, harta de la partida prolongada. A punto de cumplir los diecinueve años, su rostro claro y sus ojos color avellana no llamaron demasiado la atención del cazador que en su primer encuentro la describe como una chica bien educada. Y, sin embargo, cuenta Carlos Baker, le gustaba su voz oscura y cálida, su ardiente feminidad, su fe católica y hasta el hecho de ser supersticiosa. Y, por si fuera poco, como telón de fondo de este retrato veneciano, su familia vivía en un viejo palacio a pocos pasos de la plaza de San Marcos.

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La invitó a comer, a fin de presentarle a su mujer, y ella se presentó con un álbum repleto de dibujos en una de cuyas páginas Hemingway escribió su nombre. Poco después, aquella breve firma iría creciendo, folio tras folio,

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al paso intermitente de su máquina, transformando a la muchacha en condesa, al propio autor en viejo coronel, y al puro platonismo en espasmos de amor sobre los almohadones de una góndola apretada. Vino el adiós y con él nuevos viajes. La pasión parecía para siempre olvidada, mas como los escritores tienen sus órbitas cerradas más de lo que adivinan sus lectores, Hemingway tornó a la isla de Tocello, tras una estancia en Nueva York, a la que siempre desdeñara. "No es mi ciudad", solía afirmar, "sólo sirve para llegar o marchar".

Tornaron los alegres días a la hostería de Cipriani, de nuevo sé alzaron sonoras voces, incluida la de la madre del rey de Yugoslavia. Allí estaba también la condesa fingida adolescente, aun a la sombra de un puñado de muchachas en flor, bajo la atenta mirada de la propia mujer que a poco volvería de Cortina d'Ampezzo el corazón triste y una pierna enyesada. Aquel invierno nevó sobre Venecia, casi tan fría como el mismo París por donde en franca huida pasó rumbo a lle de France, tras despedirse de su joven amiga, que no tardó en devolverle la visita en su lejana finca de La Habana. Esta vez le acompañaba su madre. Hubo fiestas, tiro al pichón aventuras marítimas y despedida final en el puerto donde un viejo pescador anónimo luchaba por sacar del mar un pez que a la larga habría de convertirse en premio Nobel.

Hemingway volvió a Torcello finalmente, convaleciente ahora de su pasión principal, tras un grave accidente en Africa. Enmascarada su calvicie, herido en los riñones y la piel convertida en escoria, apenas se detuvo unos días para, entre viaje y viaje, acabar con sus huesos en España.

En su postrero San Fermín le vi yo con su pañuelo rojo al cuello y su gorra tendida sobre unos ojos que parecían mirar, más que a los mozos vestidos de blanco, hacia un reposo eterno bajo el cielo de plomo del verano. Se alzaba, bebía, nadaba a la mañaría siempre rey de una corte de su medida, para caer rendido luego, pero dispuesto a seguir a Dominguín y Ordóñez a lo largo de un verano sangriento. Era un anciano aún fuerte, pero no tan valiente como antaño. Apenas en el aire el avión de Madrid, llevó a sus labios una botella de viaje plateada que, sorbo tras sorbo, dejó vacía antes de llegar a Málaga.

Pasó el año siguiente en el oscuro tobogán del ansia de vivir y la sombra desnuda de la muerte hasta que cierto día se la vino a encontrar frente a frente. Fue su postrer acto de fe. La mujer y un amigo tomaron su fusil de caza, tibio aún, y en tanto se preparaban los oficios fúnebres, con la llama de un soplete le hicieron pedazos para enterrarlo luego en el jardín, no se sabe si como ritual de viejos cazadores o dando forma a un deseo de venganza. Pronto llegaron hijos, hermanas y el consabido montón de telegramas, y al final encargaron para él una lápida con sus iniciales, tan sólida y maciza como las contraventanas de la iglesia de Torcello que tanto admiraba, talladas en un solo bloque, abiertas sobre la laguna mirando a un mar que conocio en su día sus más felices horas de vino, amor y caza.

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