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Congreso de buenos deseos

Granada es una ciudad de maravillas, donde todo encuentra su lugar, hasta1a convocatoria del I Congreso de Arquitectos de España. Durante cuatro días, el Albaicín y la Alhambra se vieron invadidos por una extraña fauna en dos modalidades -traje oscuro o largas barbas-, que pululaba del Auditorio Manuel de Falla, sede del congreso, a los hoteles, y de estos a los múltiples chiringuitos que ofrecen los granadinos y su particular manera de enfrentar, la vida.Las gitanas, con sus claveles, hicieron el agosto, pero los que allí habíamos acudido con la idea de ver acercarse la profesión al mundo que nos ha tocado vivir salimos defraudados.

Nos habíamos reunido llenos de buenos propósitos (¡era la primera vez!) unos mil arquitectos, lo que viene a ser el 10% de los profesionales del ramo.

Y así pasó. No es que se esperase encontrar nuevas vías imprevistas o brillantes conclusiones, pero sí uña actitud abierta y un mínimo de eficacia, que allí brillaron por su ausencia.

Conclusiones inamovibles

El asunto se organizó de la siguiente manera: meses antes una serie de particulares enviaron sus ponencias sobre los temas a debatir. Ponencias que se repartieron entre las tres mesas del congreso para su discusión a lo largo del mismo, y posteriormente su votación en la asamblea. Pero aquí vino la sorpresa de gran número de asistentes, cuando nos enteramos de que tales conclusiones eran de principio inamovibles, no podían modificarse y mucho menos anularse.

Lo que sí estaba bastante claro era la actitud anacrónica y arcaizante de muchos de los allí reunidos, aunque se tratase de un congreso, «como ahora se dice, realizado desde la base». Dedujimos, con asombro, que las clases sociales no son las dos de toda la vida, sino que ahora viene a engrosar su número la de los arquitectos. El resto se diluía en un mar de palabras en el que ni siquiera destacaba con nitidez un a ideología, fuera del signo que fuese. Las medias tintas campearon a lo largo de los debates, y salvo propuestas rechazadas de pleno, como la dedicación exclusiva a su trabajo del arquitecto de la Administración, o la conveniencia de poner un tope en función de los ingresos anuales, al volumen de obra realizado por cada profesional, se soslayaron temas como el paro juvenil o el grave problema de la enseñanza de la arquitectura en la actualidad. Pero el tema de fondo era evidente: el pastel se ha reducido y el número de comensales es cada vez mayor. Un perspicaz congresista lo intuyó con claridad y propuso el cierre, hasta nueva orden, de las escuelas de Arquitectura, con objeto de reducir así el número de titulados.

Victoria Catalina es arquitecta.

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