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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Política y delito

LA UTILIZACION de las querellas criminales -por injuria 9 por calumnia- contra inforrnadores, críticos y discrepantes,por ser autores de noticias o comentarios sobre los profesionales de la política, ha mostrado sobradamente la susceptibilidad o la falta de correa de quienes desean disfrutar de las gratificaciones materiales y psicológicas del universo del poder, pero se niegan a satisfacer los peajes de ese privilegiado tránsito. Seguramente lo que cimenta tan arrogante pretensión, situada en lo antípodas de un sistema de democracia representativa, es el sueño de que el Estado constituye el patrimonio de quienes ocupan cargos públicos, y que estos cargos, en vez de hallarse al servicio de la sociedad, habilitaria sus titulares para convertir en súbditos a los ciudadanos.Mientras la calumnia es nítidamente definida por el Código Penal como "la falsa imputación de un delito de los que dan lugar a procedimientos de oficio", la injuria es un tipo penal lo suficientemente indefinido como para acoger en su seno toda manifestación oral o escrita que no sea: un encendido elogio o un reverencial homenaje. Resulta así que nuestro ordenamiento penal considera injuria "toda expresión proferida o de acción ejecutada en deshonra, descrédito o menosprecio de otra persona"; y no sólo manifiestamente, sino también "por alegorías, caricaturas, emblemas o alusiones". Este delito tiene, désde luego, encaje en la Constitución, que garantiza, en su artículo 18, "el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen".

Ahora bien, la protección que la propia Constitución dispensa a la libertad de expresión en su artículo 20 crea las condiciones para una eventual colisión entre dos principios superiores de idéntica fuerza, tan pronto como los políticos intenten ahogar las críticas y empapelar a los discrepantes con el argumento de que las censuras a su gestión pública redundan en descrédito o menosprecio de sus personas.

A este respecto, el simple sentido común debería llevar a la elemental conclusión de que las querellas por injurias, idóneas para solventar conflictos entre particulares, es un camino intransitable para resolver los desencuentros entre los políticos y los ciudadanos. La querella por calumnia todavía podría justificarse por el carácter delictivo de la conducta que se le atribuye al político, y por la circunstancia que admite, como demostración de juego limpio, la posibilidad de que el demandado ejerza la exceptio veritatis y demuestre la existencia del hecho criminal imputado. En cambio, al acusado de injurias no se le admite prueba sobre la verdad de las imputaciones sino cuando éstas "fueran dirigidas contra funcionarios públicos sobre hechos concernientes al ejercicio de su cargo". Dado que la normativa penal sobre injurias está orientada básicamente a proteger a los ciudadanos de las agresiones de sus iguales en el indefinido terreno del honor, parece evidente que la sistemática utilización de las querellas criminales para acorazar a los profesionales del poder contra las críticas representa un abuso del derecho y demuestra cierta incapacidad para hacer política en un régimen democrático.

Sin embargo, esta viciosa costumbre, de la que puede servir de recientísimo ejemplo el ademán del nuevo director general de RTVE, querellándose por injurias contra el director adjunto de un diario madrileño, resulta una amable práctica comparada con el doble desatino de las amenazas de querellas entre el PSOE y el Gobierno a propósito del forzado cese de Fernando Castedo.

La pretensión socialista de denunciar al poder ejecutivo ante los tribunales, por falsificación de documento público, supuestamente cometido en la comunicación del Gobierno al Consejo de Administración de RTVE, del nombramiento de Carlos Robles Piquer, es una necedad jurídica, ni siquiera explicable por la obnubilación y las pulsiones agresivas que suelen producir en los niños y en las personas inmaduras las rabietas causadas por frustraciones o contrariedades. Pero tampoco anduvo a la zaga, en ese concurso de despropósitos, el presidente del Gobierno, al anunciar que pasaba al ministerio fiscal unas declaraciones del vicesecretario general del PSOE, de añadidura protegido por la inmunidad parlamentaria, a propósito del cese de Fernando Castedo. Las expresiones de Alfonso Guerra serían tal vez condenables por la buena educación o -como diría Tierno- la buena crianza, y resultan impropias de quien se vanagloria de buen gusto literario. Pero es casi surrealista que el presidente del Gobierno de un régimen parlamentario pretenda llevar ante los tribunales al vice,secretario del principal partido de la oposición por unas declaraciones, sea cual sea su tono, en las que se critica, desde una perspectiva política, una decisión política del Ejecutivo.

La confusión, inconsciente o intencionada, entre el campo de la política y el terreno del delito, entre la libertad de expresión para criticar la gestión pública y la defensa de la vida privada de los ciudadanos, entre el Parlamento y los tribunales, debe concluir cuanto antes. Y corresponde a los profesionales del poder, estén en el Gobierno o en la oposición, el peso principal de ese esfuerzo. Porque el respeto al ordenamiento jurídico debe comenzar por la renuncia a, abusar de la letra de las leyes y, ante todo, por quienes tienen la misión de defenderlas.

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