El contador de la muerte
LA MUERTE no suele hacer caso de los conjuros mágicos para exorcizarla, aunque los oficiantes de estos hechizos habiten en el Gobierno. De esta forma, el lento, tenaz y obsesivo goteo de fallecimientos causado por los aceites envenenados prosigue su siniestro curso. En la noche del miércoles, las víctimas ascendían a 143, según el Ministerio de Sanidad, y a 151, de acuerdo con el cómputo del PSOE. El obstinado mantenimiento de la discrepancia entre ambos recuentos muestra, dicho sea de paso, la falta de respeto hacia los muertos y el desdén hacia la opinión pública de quienes se resisten a investigar las razones de ese desacuerdo y obligan a los medios de comunicación a incluir ese doble marcador de cadáveres en sus informaciones.Los portavoces del PSOE han denunciado el retraso en la realización de una encuesta para establecer la población potencialmente expuesta al envenenamiento y censar a las personas que ingirieron aceites tóxicos. A nadie se le escapa la urgencia de esa tarea, ya que, dada la oscuridad que rodea al síndrome tóxico y los escasos progresos realizados en el descubrimiento de sus claves, no se puede descartar la posibilidad, aunque sea remota, de la latencia de sus efectos durante un período más largo del que determinan los síntomás hasta ahora aparecidos. De otro lado, ni siquiera es seguro que haya desaparecido no sólo de los hogares, sino también del mercado, todo el aceite homicida.
Precisamente es en estos dominios donde las responsabilidades politicas y administrativas tienen la triste oportunidad de manifestarse. El ministro de Sanidad y algunos de sus colegas del banco azul no parecen haber entendido todavía que los ciudadanos distinguen perfectamente entre la responsabilidad penal de unos negociantes sin escrúpulos y la cadena de omisiones, negligencias y consentimientos de la Administración pública, antes, durante y después de que comenzaran a fallecer las primeras víctimas.
Una de esas responsabilidades nace de haber tolerado -por falta de control de las importaciones de la colza desnaturalizada, de supervisión del comercio interior y de vigilancia de la industria alimentaría- el desenvolvimiento de ese tráfico homicida bajo las mismas narices de los ministerios de Agricultura, Comercio e Industria.
Otra responsabilidad que se puede imputar al Gobierno, una vez producido el envenenamiento, es la lentitud de reflejos, las torpezás y las lagunas informativas, los fallos en la coordinación de las investigaciones, la incapacidad para alertar a tiempo y movilizar eficazmente a la opinión pública, el retraso en aceptar la hipótesis de la intoxicacíón por vía digestiva y el empecinamiento del ministro de Sanidad en sostener, y no enmendar, durante demasiados días el erróneo diagnóstico inicial. Las vacaciones de agosto fueron escrupulosamente respetadas por algunos altos cargos, a quienes los ciudadanos, sin embargo, hubieran agradecido el gesto, algo más que simbólico, de permanecer en sus despachos madrileños para dirigir ese combate contra la muerte. Por esa razón, la sola sospecha de que la Administración esté incurriendo, por omisión o por negligencia, en nuevos fallos, como el retraso en la realización de la encuesta, produce escalofríos al recordar retrasos o indolencias parecidas en el pasado.
Sin embargo, el Gobierno, después del mal trago del Pleno de hace dos semanas, no parece haber extraído del debate parlamentario otras conclusiones que no sean las puramente políticas derivadas de la derrota de las mociones reprobatorias del PSOE contra cinco ministros.
La impresionante manifestación de dolor y de protesta que recorrió las calles de Madrid el pasado miércoles tampoco ha merecido del portavoz del grupo centrista en el Congreso otra lectura que no sea una estrecha utilización partidista. Miguel Herrero ha examinado la manifestación madrileña bajo el único prisma de las conveniencias de UCD (o de su fracción), y sólo ha visto en esa emocionante demostración de solidaridad colectiva las imágenes de unos diputados de la izquierda situados delante de unas pancartas, cuya desmedida injusticia y su demagogia en algunos casos sólo puede ser explícada por la indignación popular por lo que consideran una pobre actitud del Gobierno.
Ningún partido del arco parlamentario, ningún medio de opinión responsable, ninguna persona sensata ha dicho o escrito que "la colza es terrorismo de UCD" o que "el Gobierno es asesino". En el debate parlamentario, las acusaciones de la oposición se centraron en las eventuales responsabilidades politicas y administrativas atribuibles a los ministros o del Gobierno.
La presencia de los congresistas en las calles madrileñas no sólo no dañó el prestigio de la institución parlamentaria, como ha afirmado el portavoz centrista, sino que impidió la posibilidad de que la manifestación pudiera desviar sus, protestas contra las instituciones democráticas y el sistema constitucional tal y como tratan de conseguir los grupos de ultraderecha. Habría que preguntarse, en cámbio, si el prestigio del Congreso no quedó lesionado por el respaldo que los diputados de UCD y de lá Minoría Catalana dieron a los ministros de Comercio y de Sanidad, cuyo cese por el presidente del Gobierno resultaría ahora difícil de justificar tras el simbólico aplauso parlamentario a su gestión como titulares de esos departamentos en el envenenamiento masivo.
El contador de la muerte
LA MUERTE no suele hacer caso de los conjuros mágicos para exorcizarla, aunque los oficiantes de estos hechizos habiten en el Gobierno. De esta forma, el lento, tenaz y obsesivo goteo de fallecimientos causado por los aceites envenenados prosigue su siniestro curso. En la noche del miércoles, las víctimas ascendían a 143, según el Ministerio de Sanidad, y a 151, de acuerdo con el cómputo del PSOE. El obstinado mantenimiento de la discrepancia entre ambos recuentos muestra, dicho sea de paso, la falta de respeto hacia los muertos y el desdén hacia la opinión pública de quienes se resisten a investigar las razones de ese desacuerdo y obligan a los medios de comunicación a incluir ese doble marcador de cadáveres en sus informaciones.Los portavoces del PSOE han denunciado el retraso en la realización de una encuesta para establecer la población potencialmente expuesta al envenenamiento y censar a las personas que ingirieron aceites tóxicos. A nadie se le escapa la urgencia de esa tarea, ya que, dada la oscuridad que rodea al síndrome tóxico y los escasos progresos realizados en el descubrimiento de sus claves, no se puede descartar la posibilidad, aunque sea remota, de la latencia de sus efectos durante un período más largo del que determinan los síntomás hasta ahora aparecidos. De otro lado, ni siquiera es seguro que haya desaparecido no sólo de los hogares, sino también del mercado, todo el aceite homicida.
Precisamente es en estos dominios donde las responsabilidades politicas y administrativas tienen la triste oportunidad de manifestarse. El ministro de Sanidad y algunos de sus colegas del banco azul no parecen haber entendido todavía que los ciudadanos distinguen perfectamente entre la responsabilidad penal de unos negociantes sin escrúpulos y la cadena de omisiones, negligencias y consentimientos de la Administración pública, antes, durante y después de que comenzaran a fallecer las primeras víctimas.
Una de esas responsabilidades nace de haber tolerado -por falta de control de las importaciones de la colza desnaturalizada, de supervisión del comercio interior y de vigilancia de la industria alimentaría- el desenvolvimiento de ese tráfico homicida bajo las mismas narices de los ministerios de Agricultura, Comercio e Industria.
Otra responsabilidad que se puede imputar al Gobierno, una vez producido el envenenamiento, es la lentitud de reflejos, las torpezás y las lagunas informativas, los fallos en la coordinación de las investigaciones, la incapacidad para alertar a tiempo y movilizar eficazmente a la opinión pública, el retraso en aceptar la hipótesis de la intoxicacíón por vía digestiva y el empecinamiento del ministro de Sanidad en sostener, y no enmendar, durante demasiados días el erróneo diagnóstico inicial. Las vacaciones de agosto fueron escrupulosamente respetadas por algunos altos cargos, a quienes los ciudadanos, sin embargo, hubieran agradecido el gesto, algo más que simbólico, de permanecer en sus despachos madrileños para dirigir ese combate contra la muerte. Por esa razón, la sola sospecha de que la Administración esté incurriendo, por omisión o por negligencia, en nuevos fallos, como el retraso en la realización de la encuesta, produce escalofríos al recordar retrasos o indolencias parecidas en el pasado.
Sin embargo, el Gobierno, después del mal trago del Pleno de hace dos semanas, no parece haber extraído del debate parlamentario otras conclusiones que no sean las puramente políticas derivadas de la derrota de las mociones reprobatorias del PSOE contra cinco ministros.
La impresionante manifestación de dolor y de protesta que recorrió las calles de Madrid el pasado miércoles tampoco ha merecido del portavoz del grupo centrista en el Congreso otra lectura que no sea una estrecha utilización partidista. Miguel Herrero ha examinado la manifestación madrileña bajo el único prisma de las conveniencias de UCD (o de su fracción), y sólo ha visto en esa emocionante demostración de solidaridad colectiva las imágenes de unos diputados de la izquierda situados delante de unas pancartas, cuya desmedida injusticia y su demagogia en algunos casos sólo puede ser explícada por la indignación popular por lo que consideran una pobre actitud del Gobierno.
Ningún partido del arco parlamentario, ningún medio de opinión responsable, ninguna persona sensata ha dicho o escrito que "la colza es terrorismo de UCD" o que "el Gobierno es asesino". En el debate parlamentario, las acusaciones de la oposición se centraron en las eventuales responsabilidades politicas y administrativas atribuibles a los ministros o del Gobierno.
La presencia de los congresistas en las calles madrileñas no sólo no dañó el prestigio de la institución parlamentaria, como ha afirmado el portavoz centrista, sino que impidió la posibilidad de que la manifestación pudiera desviar sus, protestas contra las instituciones democráticas y el sistema constitucional tal y como tratan de conseguir los grupos de ultraderecha. Habría que preguntarse, en cámbio, si el prestigio del Congreso no quedó lesionado por el respaldo que los diputados de UCD y de lá Minoría Catalana dieron a los ministros de Comercio y de Sanidad, cuyo cese por el presidente del Gobierno resultaría ahora difícil de justificar tras el simbólico aplauso parlamentario a su gestión como titulares de esos departamentos en el envenenamiento masivo.
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