En el ardiente silencio
Sara es sorda; trabaja en la limpieza de una escuela especializada. James es un profesor que trata de enseñarla las supuestas ventajas de articular palabras y leer en los labios de los parlantes.Otra vez, con una variante, el mito de Pigmalion y Galatea. Pero Galatea es rebelde. Prefiere su propio mundo, su propia riqueza, su «mundo de silencio lleno de sonidos», según una frase de la obra. Y se plantea otra vez algo de lo que ya planteó Buero Vallejo en su obra En la ardiente oscuridad: pero lo hizo con mucha más riqueza, con mucha más profundidad, con otra dialéctica.
Puede ser que tras todo esto haya un problema de incomunicación y otro de defensa de la integridad del ser tal como lo ha hecho un dios menor -el título es de un poema de Tennyson- y que renuncia a mejorar por la imitación o por la sumisión. Puede ser que exista esa pequeña y discutible filosofía. Lo que se ve, lo que llega al público, es, sobre todo, una comedia exasperante. Resulta ser un monólogo, por la necesidad que tiene el antagonista -el profesor- de decir lo que por signos expresa la protagonista, para que el público se entere; con la aparición de algunos personajes episódicos que ejercen un papel de coro dividido, los del mundo de los sordos, con sus reivindicaciones y con sus aspiraciones, y los del mundo de los parlantes y oyentes, que no entran en el fondo de la cuestión o no comprenden la profundidad del drama de los otros.
Hijos de un dios menor, de Mark Medoff
Versión de José Luis Alonso. Intérpretes: Nicolás Dueñas, Isabel Serra, Antonio Canal, Kiti Manver, Guillermo Monteinos, Pilar Puchol, Mairata O'Wisiedo. Profesor de mímica: Angel Rojo Jr. Decorado de Antonio Canal. Dirección de Pilar Miró. Producción de Luis Sanz en colaboración con la Dirección General de Música y Teatro del Ministerio de Cultura. Estreno: 30-9-1981.
Es exasperante por ese esfuerzo continuo, de situación única y monótona, que no llega a trascender a lo general -a la supuesta filosofía de la defensa de la libertad de ser como se es, con todas sus limitaciones- y deja al público ante un doble caso de tozudez -la de quien se empeña en enseñar y la de quien se niega a aprender- matizado por la presencia del amor, y es exasperante porque la angustia que produce no es de orden moral o ético, sino simplemente físico. Empieza a aburrir desde el principio y no se detiene en esta devastadora acción.
El limpio y funcional decorado de Fernando Sáenz, con su fijación en el color blanco, contribuye a este efecto hipnótico: es bonito y es inteligente, a condición de que lo que se diga y pase en su caja tenga un interés especial. No parece que lo tenga.
Levantar esta obra ha debido llevar un trabajo impresionante: un despilfarro de trabajo. Nicolás Dueñas lleva todo el peso del texto y de una cran parte de la acción: lo resuelve con verdadera solvencia. El autor americano exigió que la actriz fuera una auténtica sordomuda: en Isabel Serra ha encontrado la directora Pilar Miró una magnífica intérprete. Pero no se comprende bien esa exigencia. Es algo que sin duda ha aumentado la sensación que deben haber tenido todos de carrera de obstáculos. Guillermo Montesinos y Kiti Manver, como se sabe, son actores parlantes: han conseguido muy bien dar la opacidad y el desgarro de la voz de los sordos que no se escuchan a sí mismos. Tony Cortés y Mairata O'Wisiedo son generalmente muy buenos actores; su calidad les pone por encima de los borrosos y tópicos papeles que desempeñan en esta obra.
Es la primera dirección teatral de Pilar Miró. Se adivina, mejor que se ve, hasta qué punto ha llevado su esfuerzo. Es una pena que su talento seguro y conocido no se haya puesto al servicio de una verdadera obra de teatro, con verdaderos problemas y verdaderos personajes, y no al del esfuerzo de superar los obstáculos inútiles que el autor Mark Medoff ha puesto en el camino,de cualquier director. Se trata de una victoria inútil. Como el esfuerzo de todos, incluyendo al adaptador castellano, José Luis Alonso, y al profesor de mímica, Angel Rojo.
Probablemente, esta obra, en una cartelera normal y abundante, como son las de Nueva York y Londres, añada algo: un elemento de curiosidad, y ese mismo morbo por ver cómo se resuelven unos obstáculos y unas dificultades especiales. En la de Madrid no tiene ningún significado. La limpieza con que los resuelven Pilar Miró y los actores del reparto, y especialmente Isabel Serra, sordomuda convertida en excelente actriz, no son suficientes.
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