Auto de fe
Llevo meses, muchos, sometido a auto de fe por la Iglesia española, llevo meses de escandalera silenciosa, de hoguera pálida y pública, de modo que, perdida la memoria de mi heterodoxia, me parece ya que la cosa viene, desde Fernando e Isabel, que se sacaron la Inquisición por unificar las Españas. ¿Y quién le ha dicho a la Iglesia que España es ella y no yo?Con quien más me encuentro, en mis calabozos interiores, es con Fray Luis de León, porque la sacristía del cielo no ha perdonado ni a sus hombres más grandes. Quizá no ha perdonado, sobre todo, a sus hombres más grandes. Conozco el huerto de Fray Luis, La Flecha, en Salamanca, habitado por Ana Galilea, tan bella, y quisiera para mi retiro huerto semejante, que el círculo talar, cerco de sombra, se adensa cada día con su improbable gregoriano laico. Celebramos no sé qué centenario de Santa Teresa -aquí he hablado de ella- y también la santa escritora anduvo en reojos de la Inquisición, hasta que optó por descalzar su alma. Voy a probar yo de salir descalzo -ay de mi faringitis- a los cócteles y los estrenos, por ver si mi humildad conmueve a los primados que priman mi cabeza o quien la cobre. Aunque me vean asi, vivo en auto de fe, soy herejillo errante, llevo conmigo el fuego, hoguera que deambula, llamas inquisitoriales del Purgatorio con oficinas y taquimecas menstruales. Los curas es que no me dejan en paz. Judío soy poco, más bien terciado de ario. Quizá judeocastellano, por la madre. ¿Será eso? De moro nada tengo. Ni de negro, que no hay dinero para pagarme lo que ha de firmar otro. La Iglesia, que no se ocupó de educarme niño (no había dinero en casa para pagarlo), quiere aplicarme de viejo la pedagogía del fuego.
Juan Pablo II ha hecho una encíclica social que yo no sé si va contra los empresarios socialistas de Polonia o contra Ferrer Salat. Conmigo no va nada, por más que la releo. ¿Aquí qué pasa? No le he quitado la novia a ningún cura seglarizado, de los que andan buscando chica por casarse. Se trabaja uno otro material. Cobro de periódicos orteguianos, de revistas pornopolíticas y de editores fenicio/liberales. Creo que el franciscanismo está en los animales más que en su promotor, San Francisco de Asís, como el cristianismo está en los cristianos más que en Los Jerónimos.
O sea, que soy un heterodoxo que se le escapó del tintero a don Marcelino. Asumida mi condición de hoguera andante, de auto sacramental calderoniano, sin gustarme demasiado Calderón, voy al pase otoño/Invierno del señor Loewe con la Duquesa de Calabria y hago vida social como si nada. (Se dice que los Alba recaban para sí todos los viejos títulos de España -les pertenecen- y que la aristocracia pide estos días clemencia, porque la aristocracia imita al arte, y la naturaleza, a Luis Berlanga.)
También voy al dentista, doctor Pacios, un artista del tema. Antes, el Purgatorio eran los odontólogos, el auto de fe pasaba en su sillón. Pero Pacios no hace daño y cura. Escapo a Barcelona a inaugurar la galería de subastas de los Brok, con Carmen Maura. Y la culpa va conmigo. Soy ya un réprobo, como Sancho Rof, y toda la basca de la colza, pero no réprobo político, sino teológico, y aún no sé por qué.
España, auto de fe constante. Cuando el auto de fe arde bien y acude público, lo llamamos guerra civil. Ahora se han montado uno, con Puerta y Espelosín, en la plaza de la Villa, y el rey Francisco de Francia, con cara de Mitterrand, los mira por la torre de los Lujanes: «País de fanáticos», dice don Francisco. Lo de la colza, auto de fe con réprobos. Y a propósito, ¿qué hay de lo mío, señor Tarancón?
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