Teresa
En este periódico se han publicado algunas cartas sobre la «descalcez» de Santa Teresa. Estamos en no sé qué centenario de Teresa de Avila y ya han sacado un cartel -de José Ramón Sánchez-, que, queriendo ser «juvenil y revitalizador», es una tarjeta navideña de las que venden en las mercerías por diciembre.No era eso Teresa, la primera prosista que nos flipa, la mujer que mejor ha escrito jamás el castellano. Su prosa, que el tópico tiene por castiza y popular, es manierista por cuanto autobiográfica y por cuanto descompone cualquier narración de linealidad tradicional y preceptiva para escribir por libre de sí misma, destacando arbitrariamente (la arbitrariedad estilística es nada menos que la literatura) detalles menores o prosaicos. Con Teresa de Avila -a la que hay que amar, de la que hay que enamorarse como santa descalza y escritora también descalza, en contacto directo con el suelo que pisa-, se inicia, pues, ese despegue de lo medieval que la moderna ciencia literaria escalona así: Manierismo, Barroco, Barroquismo o tardobarroco o rococó. En Rojas hay todavía mucha pesadumbre medieval y judaica. En Rojas hay ese «antisemitismo judáico» de que habla, no tan paradójicamente, Hans Mayer. La prosa de Teresa es alegre, vital, esencial, cordial, elemental, temperamental, autonarrativa, biográfica de lo de dentro -Moradas- y biográfica de lo de fuera: Vida. Con ella, pues, principia la modernidad literaria en España (y principia con una mujer, como no podía ser menos).
Cuando la Edad Media tanto había vestido al hombre por arriba, Teresa desnuda al hombre y a la mujer por abajo, los descalza. En la Santa Teresa de Bernini, infame como obra de arte (Teresa con cara de hombre y un querubín con cara de malicia en día de primera comunión), lo único fascinante, inquietante, acertante, acezante, acechante, es ese pie izquierdo de ella, que cuelga desnudo por debajo de la ropa, vertical.
Ese misticismo de pie desnudo se ha relacionado puerilmente con la descalcez de los hippies y otras hordas juveniles de hoy. En nuestras sucesivas generaciones juveniles -existencialistas, beatniks, hippies, undergraunds, anarcopasotas-, el ir descalzo o privado de cualquier prenda, no es sino herencia del miserabilismo del siglo XX, variante estética del proletarismo puesto de moda en todo Occidente por la Revolución rusa. El miserabilismo es la versión hijo-de-papá del proletarismo/ leninismo. Mi querido Martín Descalzo ve a Teresa, en estos días, como «poco más que una niña». Una niña, sí, pero no una hippy, como bien sabe mi cura, padre preternatural de mi gato el Rojito. En tiempos de Teresa no había idea social de clase, de revolución, y por tanto la descalcez de la santa no puede ser herencia de eso, sino una necesidad vital, corporal, mortal y rosa, de respirar por los pies, de tocar tierra por abajo, va que tanto cielo tocaba por arriba. Dejo su santidad para los santos, dejo su Cristo para los cristólogos, pero me enamora esta mujer que tira el zapato (como las que hoy tiran el belcor, con toda distancia y respeto) y rompe a escribir un castellano en el que se nota que la verdad y la vida le suben por los pies desnudos, desde la tierra misma, como lo dijo Jorge Guillén: «Y el pie caminante siente la redondez del planeta».
Desde la desnudez clásica de Grecia, la entrapajada Edad Media no había consentido en la carne, hasta que Teresa empieza a desnudar a la humanidad por los pies y a la prosa por el estilo llano. Si la Virgen iconográfica pisa con pie desnudo una serpiente, Teresa acaricia con pie desnudo y femenino, asimismo, la redondez del planeta. Ya no teme serpientes. Su pie inaugura la Modernidad.
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