Toreros cabales para los victorinos
Plaza de Las Ventas. 18 de septiembre. Cinco toros de Victorino Martín, bien presentados, que dieron juego, y sexto de Fernández Palacios, manso. Ruiz Miguel: ovación y oreja con algunas protestas. José Luis Palomar: vuelta y silencio. Tomás Campuzano: vuelta y aplausos. Toreros de una pieza, toreros a carta cabal, de los de siempre, tuvieron los Victorinos en la madrileña feria de otoño. Toreros valientes, con la técnica aprendida, la vergüenza que es gala en los de su oficio y ganas de triunfar.
Un veterano que continúa con las ilusiones del primer día; uno que salió del bache y aún se esfuerza para demostrar que nunca debió estar en él; otro que empieza -que empezaba-, va depurando su eltilo y ya se tiene ganado un puesto, codo a codo con los mandamases de la torería.
¿Y quiénes son esos mandamáses? Pelé y Melé, los Pelé y Melé de todas las tardes de todas las ferias, gente de exclusivas, mucho mimo y propaganda, habían sido los mandones del cotarro hasta la importante temporada 1981 que vivimos.
Ahora, el escalafón de matadores se atomiza y se forman diversos frentes. Los nuevos rumbos de Las Ventas, el retorno de los diestros veteranos, el magisterio de esos mismos veteranos que ya empieza a prender, la vuelta de una afición que desertó del espectáculo, le están dando un giro completo a la tauromaquia de esta hora; como el que pone el guante del revés.
Decían días atrás introducidas gentes de la afición y el mundillo que los Victorinos venían en escalera, destartalados, chicos y hambrientos. El rumor era falso. Los Victorinos han comido a mesa y mantel. Puede ser que en escalera, pero vinieron serios, lustrosos, armadísimos, astifinos, con trapío, que en algunos casos llegaba a ser impresionante.
En cuanto a comportamiento en el ruedo, hubo de casi todo, lo cual no es malo. Variedad es condición consustancial a la fiesta, para que siga adelante. Porque de tal forma divierte, pero también porque así es como cabe medir los méritos y posibilidades de los diestros.
Entre la variedad hubo alguna característica rechazable; así, determinadas cojeras. Los toros de Campuzano fueron los más cojos de todos. Su primero, además de cojo, era de una progresiva mansedumbre que se acrecentó al terminar el tercio de banderillas. Reculando, bramando, sacudiéndose los palos, el victorino se acurrucó en su querencia de chiqueros. Pero de allí lo sacó Campuzano con mucha maestría y luego, crecido, porfió con la izquierda para sacar varios naturales de gran categoría. Mientras el toro iba a menos, la faena iba a más, y Campuzano pisaba terrenos inverosímiles. Se temía la voltereta y llegó. La espada, manejada sin acierto, impidió el triunfo que tenía ganado este torero sevillano.
Tuvo ocasión de redondear su tarde en el sexto. Devuelto el victorino por cojo, le sustituyó un manso declarado de Fernández Palacios, que, sin embargo, para la muleta no era nadie: un borreguito si acaso. Campuzano le toreó con suavidad y pulcritud, pero se esperaba de él mayor arte y más vibración.
Los victorinos, ya se sabe, son reses de casta a las que hay que medir muy bien las distancias, mandar y no perderles la cara. Ruiz Miguel ya es consumado especialista y victorinea como quien lava. Naturalmente, también se conoce de coro el truco de cómo escurrirles el bulto a estos toros, sin que el tendido lo note demasiado, y ayer no se privó de emplearlo. Al que abrió plaza, un noble ejemplar, le instrumentó largos naturales y pases en redondo. En el cuarto, estuvo valentísimo. Por cierto, que a ese toro lo picó muy bien Rubio de Quismondo y El Formidable le prendió dos soberbios pares de banderillas.
Mejores pares, con perdón, que los seis de José Luis Palomar. Pero el fuerte de Palomar no debía estar en las banderillas, sino en la muleta. A su primer victorino le quitó el pronunciado gazapeo por el expeditivo procedimiento de clavar las zapatillas en la arena y aguantar la embestida, y a partir de ahí consiguió numerosas series en redondo de importante factura.
El quinto, un ejemplar de apabullante arboladura, derribó dos veces. Iba de largo al caballo (aunque se dolía al castigo) y el público quería, con razón, que se aquilatara su bravura. Palomar se equivocó al llevar la suerte a toriles y por ahí empezó a perder los créditos que tenía ganados. Como además el animal resultó reservón, no pudo confiarse, y el éxito antes acariciado descendió para quedarse, digamos, en tablas.
Fue, en conjunto, una interesante corrida. Con toreros cabales y serios toros, la Feria de Otoño ha empezado como se debe.
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