Una crisis política
Aunque el PSOE despertó ayer del letargo, con carácter de compadreo, en que parecía mecerse en el debate de la colza, y proponía por fin una especie de minimoción de censura al Gobierno, la realidad es que los ciudadanos tienen derecho a suponer que se ha gastado demasiada saliva en plantear una cuestión de por sí ya planteada:No menos de 15.000 personas han sido envenenadas criminalmente por el consumo de un aceite que se refinaba y vendía de manera ilegal. A raíz de este envenenamiento se ha descubierto posteriormente que el fraude en los productos alimenticios, y muy notablemente en el aceite, alcanza proporciones que no es dudoso va calificar de astronómicas.
El comercio del aceite está intervenido por el Gobierno. Los precios están protegidos y garantizados y el producto. en definitiva no se somete a un mercadeo libre. Los olivareros han denunciado en repetidas ocasiones el mercado de aceites a granel que se vendían ilegalmente.
Una de dos: o el Gobierno conocía que se estaba realizando el fraude -con el consiguiente riesgo de adulteración- o no lo conocía.
Si lo sabía, el Gobierno es responsable: tenía que saber también que saber que los aceites comercializados ilegalmente no pasaban la inspección sanitaria y que la población estaba desprotegida, como después se ha comprobado.
Si lo desconocía, el Gobierno es responsable: resulta que la Administración se muestra en ese caso incapaz de controlar el mercado, ni siquiera cuando está intervenido por ley, y aun después de que ya el Ministerio de Comercio ha sido centro de un enorme escándalo -que generó varias muertes sin aclarar-: el de la desaparición del aceite de Redondela.
Una situación de inestabilidad política fruto de un intento de golpe de Estado, ante el que el poder civil se sigue mostrando temeroso y cauto -casi trescientos hombres uniforinados asaltaron a tiros el Congreso y sólo hay 33 procesados-, hace altamente desaconsejable provocar una crisis que deterimine el derrumbamiento, del presidente del Gobierno que fue, paradójicamente, ministro de Corriercio, entre otros cargos que ocupó anteriormente.
Pero mientras tanto, miles de víctimas más de cien muertos, en su inavoría de la clase baja y media baja son el testigo atroz de que la ineficiencia -si no hay pecados mayores- de la Administración se ha cobrado su precio esta vez en vidas humanas ayer la de una niña de once años.
La respuesta del Gobierno es la redacción de un Libro Blanco y la creación de una comisión de estudio, amén del facilitamiento de unos guarismos ininteligibles. La de la oposición, inicialmente, el miedo a plantear una crisis política, miedo sólo ayer despejado en cierta medida.
Los ciudadanos tienen motivo y derecho a sentirse desencantados si el Gobierno no cambia y se sigue excusando de sus faltas en las faltas de los ayuntamientos. Tienen derecho a sentirse desencantados si los alcaldes y concejales responsables -sean de derechas o de izquierdas- no asumen tampoco su parte de responsabilidad (se mire por donde se mire, mucho menor que la del poder central).
Y eso es todo. Aquí hay una incapacidad política del Gobierno, que se ha hecho desmerecedor de la confianza de los electores, al margen de toda ideología. Y un descrédito generalizado de la Admistración del Estado y de sus cuerpos de inspección. que no debe salpicar además al Parlamento y a las instituciones democráticas. Luego se le pueden dar todas las vueltas que se le quieran al palo. Pero los españoles tenemos derecho a no sequir siendo gobernados por los mismos ministros -ya que parece que al presidente le ampara la situación- y a una alternativa de poder menos melindrosa. Aunque la moción socialista haya sido derrotada en el Parlamento, la opinión pública sabe que este Gobierno está ya desacreditado por los hechos. La votación ha sido una victoria para el presidente; pero desoír o desconocer los motivos de la misma, suponer que todo acaba aquí, sería una enorme ingenuidad, impropia de un político avezado.
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