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Tribuna
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Reconquistar el espíritu de responsabilidad

El inicio de todo curso académlco presenta una buena oportunidad para tratar de avivar el debate sobre la educación. Sin duda, interesa hacer un balance crítico del pasado, encontrar soluciones a los problemas más inmediatos y perfilar las expectativas futuras. Sin embargo, es forzoso reconocer que los tiempos ya no son tan favorables al desarrollo de la educación como lo fueron en el mundo, sobre todo, durante los años sesenta. Aquellos fueron los años durante los que existía un convencimiento profundo y generalizado sobre los bienes que se derivan de la educación, tanto en el plano personal como en términos de su rentabilidad económica y social, si bien en el marco de la vana ilusión sobre un posible crecimiento material ininterrumpido. La expansión espectacular de los sistemas educativos tuvo ahí su principal punto de arranque con la conquista de nuevas fronteras para la libertad, el progreso y la dignidad humanas, bajo el lema de la democratización y la igualdad de oportunidades. La planificación educativa y las reformas globales promovieron igualmente la mejora sustantiva de la calidad de la enseñanza por todos los medios, en un espíritu decididamente favorable a la innovación y al estímulo de la creatividad, iniciándose una ordenación paralela de la gestión de la educación y de su financiación.La década de los setenta, progresivamente ensombrecida por la problemática global del mundo que se va haciendo omnipresente y tangible, se caracteriza por la desorientación y el pesimismo que se van imponiendo con el consiguiente cambio de prioridades. Esta realidad afectó también al sector educativo, por ejemplo, ante el desempleo masivo que surge como secuela dramática de la crisis económica y ésta, a su vez, de la crisis energética y financiera. En este contexto, los debates sobre política educativa, en vez de replantear a fondo objetivos, estructuras, contenidos y medios, se achataron en torno a intereses egoístas y a corto plazo, lo que ha terminado imponiendo una clara involución en todos los aspectos, junto con un gran desaliento y zozobra. Ese clima de ansiedad, de falta de rumbo y de mediocridad generalizadas se han prolongado y agudizado en la gran crisis que ha empezado a vivir el mundo en esta década de los años ochenta.

España no ha sido ni es la excepción en este proceso, y las peculiares circunstancias vividas han incidido más bien desfavorablemente en el sector educativo. En todo caso, la democratización y modernización del sistema educativo en su conjunto se acometió, pese a los condicionantes del momento, afortunadamente aún antes del comienzo de la recesión económica. Sin embargo, fue demasiado tardío para asegurar una adecuada implantación, aparte de la multiplicidad de resistencias y la falta de continuidad producida por los frecuentes cambios de los equipos directivos, con la consiguiente escasa coherencia entre los principios inspiradores iniciales y las acciones posteriores. A pesar de todo, quiero creer que, objetivamente, la evolución política española se ha visto particularmente favorecida por el hecho del extraordinario desarrollo educativo que de este modo se propició. Pese a todas sus limitaciones iniciales y deformaciones posteriores, ahora se dispone de una base importante sobre la cual reajustar el presente y construir el futuro. En estos momentos, lo primordial es evaluar profesionalmente y con suficiente perspectiva el balance del pasado y la realidad presente. Junto a la evaluación que permita objetivar la situación real, las actuaciones más inmediatamente urgentes son, por una parte, la determinación de las prioridades ante los problemas actuales pendientes de solución y, por otra, definir los objetivos de futuro en relación con el modelo de socíedad al que se aspira.

Los problemas actuales corren el riesgo de ser desorbitados por los intereses políticos encontrados sín dar tiempo a profundizar y ajustar las soluciones en curso. Una reflexión desapasionada parece sugerir, sobre todo, la necesidad de mejorar, considerablemente la administración de la educación a todos los niveles, con sentido de funcionalidad, de rentabilidad, de descentralización y de continuidad. Sólo así se puede exigir dedicación y calidad en la enseñanza, además de permitir recobrar la ilusión y la credibilidad entre administrados y administradores frente a la politización creciente, a las excesivas improvisaciones parciales y a las actuaciones cada vez menos comprometidas. La legislaclón vigente, dada su necesaria interpretación a la luz de los principios plasmados en la Constitución, es, por ahora, más que suficiente para reordenar e impulsar el sistema educativo a corto plazo. En cambio, para perfilar las expectativas futuras sí es preciso incluso urgente iniciar cuanto antes un estudio prospectivo global que replantee con realismo ambicioso y coherente el conjunto de la educación.

La primera tarea impostergable cara al futuro es relanzar los programas de investigaciones básicas y aplicadas al desarrollo de la educación a fin de promover la innovación creativa sobre una base fiable y poder anticiparse en lo posible a los acontecimientos. Esas investigaciones deben atender preferentemente la mejora de la calidad de la enseñanza. Asimismo, servirían para permitir una revisión a fondo de los principios inspiradores y de los contenidos de la enseñanza que contribuyan a la formación, en los valores y en las razones profundas de vivir, de una sociedad que necesita ser renovada en la autenticidad y preparada para anticiparse a las muy nuevas y dramáticas exigencias del mañana. Junto con la actualización periódica de lo que se enseña, cobra también especial importancia dedicar la mayor atención al estudio de los mecanismos de aprendizaje individuales y colectivos que, siendo el ámbito que mayores avances y frutos promete, sigue siendo un gran interrogante. Sólo a partir de esos resultados se podrá conseguir a su vez la necesaria modernización de los métodos pedagógicos y de los medios de eíiseñanza que han sido presa de la desidia y la imprevisión.

La necesaria y progresiva interacción de los centros educativos con la familia y con los medios de comunicación social, al servicio del aprendízaje, parece encaminar ac-

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tualmente los sistemas educativos cada uno de ellos. Pero además, el tos, con una participación más amplia de todos los agentes educadores y con una mejor posibilidad de formación previa y en servicio de cada uno de ellos. Pero además el aprendizaje puede ser realizado más intensa y eficazmente por cada alumno, sobre todo a medida que se eleva el nivel científico de conocimientos.

La versatilidad de los sistemas abiertos de educación conviene tanto más cuanto que la actividad laboral se ha convertido en un bien particularmente preciado ante el cada día más numeroso desempleo y ante el decisivo hecho de que los potenciales nuevos puestos de trabajo tienden a corresponder en casi un 70% a profesiones totalmente nuevas que, por otra parte, son mayoritariamente del sector cultural o informático. En consecuencia, sólo una estructura educativa muy simple, integrada y equilibrada en sus contenidos, para ofrecer la formación básica necesaria para los respectivos niveles de competencia profesional, parece ofrecer una respuesta realista a la gran agilidad y capacidad de adaptación que va a exigir, cada día más, la posterior especialización o reconversión profesional.

Ese proceso educativo va a tener que poner, por tanto, cada vez más énfasis en la educación preescolar -en modo alguno sobre la base de la simple escolarización, sino de la cooperación intensa con los padres debidamente formados para esta difícil y preeminente misión- e incluso atendiendo a los progenitores a lo largo de la gestación y en torno al nacimiento del niño en vista del mejor desarrollo intelectual y equilibrio psíquico que una adecuada estimulación precoz puede proporcionar.

Todo parece indicar también que la educación básica, por su parte, seguirá siendo el gran trampolín cultural para la vida activa, la cual exige un desarrollo armónico junto con la debida orientación para la gradual inserción futura al trabajo, sin que sea asunto esencial una u otra división en ciclos. De forma similar el bachillerato, aunque sea muchas veces concebido simplemente como vía de acceso a la universidad, es un paso más en el escalonamiento de una formación cultural más amplia y completa. La tentación de reestructurarlo por especialidades puede ser grande al confundirlo con un nivel para la profesionalización o, peor aún, para la especialización, olvidando que es más fácil y eficaz proveer una formación profesional acelerada de ese nivel sobre una sólida base cultural.

Por su parte, la universidad no está realmente necesitada de una legislación que refrende ahora su autonomía académica, y mucho menos que condicione su futuro a comités mixtos para su gestión por los diversos estamentos. Lo verdaderamente esencial es reconquistar el espíritu de responsabilidad, vocación y servicio que nazca de entre profesores y alumnos para que, gracias a la investigación de alto nivel científico y a la docencia que forme sólidamente, sirva a la sociedad desde lo que es su ámbito propio y no se limite a repartir los tradicionales títulos profesionales.

Ricardo Díez Hochleitner miembro del Consejo Internacional para el Desarrollo de la Educación y del Club de Roma, fue anteriormente subsecretario de Educación Y Ciencia, miembro del Consejo Ejecutivo de la Unesco y director de Educación del Banco Mundial.

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