Una encrucijada sanitaria no tan atípica
El balance de estos cuatro meses de intoxicación por aceite adulterado, con su saldo creciente de muertes y un número indeterminado de afectados crónicos, en un estado lastimoso y con un futuro incierto, es el punto inevitable de referencia para una reflexión acerca de las instituciones implicadas, directa o indirectamente, en la salud pública, a la par que suministra un indicador fehaciente de la salud moral de nuestra sociedad. No es mi propósito entrar en la cuestión obvia del comportamiento criminal de la mafia del aceite adulterado, cuyas conexiones y responsabilidades todos esperamos sean desentrañadas satisfactoriamente por la autoridad judicial. Pero sí parece pertinente señalar que este tipo de comportamiento obedece al mismo principio de ética individualista que subyace en muchas prácticas sociales, legitimadas y recocidas en una escala de riqueza, prestigio o poder.La ética individualista de la competencia, con sobrevivencia del más apto, grosera traducción sociobiológica de los postulados de la historia natural (darwiniana) de la animalidad -de la que aparentemente nos pretendemos distanciar como humanos-, establece un terreno de lucha, en el que las fronteras movedizas del crimen, fraude, competencia desleal o justa se establecen arbitraUna encrucijada sanitaria no tan atípicariamente en el campo de lo económico. Mientras, los daños a la salud pública resultantes de esta forma de competencia, ya sea por las condiciones de trabajo, la contaminación ambiental o el fraude en el consumo, se diluyen en el capítulo genérico de los costes sociales. Estos, justificados a menudo como accidentes o imprevisibles del sistema, se redistribuyen entre sus propias víctimas, mediante las cajas de compensación, ya sean compañías de seguros o Seguridad Social.
La grave intoxicación alimenticia, cuyos episodios dramáticos estamos viviendo, no es sino un accidente revelador de una práctica fraudulenta, que, según se nos ha dicho, venía siendo habitual desde hace más de diez años. ¿Cuántos otros fraudes, quizá inocuos para la salud, pero perjudiciales para el bolsillo del consumidor -que paga por lo que no se da- estaremos sufriendo? Hace tiempo que Ralph Nader -el líder del movimiento consumista estadounidense- denunció cómo la simple adición de un 10% de agua a los zumos de frutas representaba para las compañías comercializadoras la respetable suma de 150 millones de dólares de beneficios extras anuales. No todas las adulteraciones tienen por qué ser tóxicas, aunque sean una estafa al consumidor, como tampoco todos los tóxicos alimenticios tienen que
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Una encrucijada sanitaria no tan atípica
Viene de la página 9 proceder necesariamente de manipulaciones fraudulentas. Así, muchos compuestos altamente tóxicos, tales como pesticidas órgano-clorados o los residuos órgano-mercuriales de ciertas industrias, aparecen en los alimentos naturales o conservados como resultante de procesos biológicos que conducen a su acumulación en las especies alimenticias. Otras veces, en fin, se trata de ciertos aditivos o manipulaciones -desaconsejadas o prohibidas en otras latitudes- que entre nosotros se toleran o legalizan por la ausencia de un código de la alimentación tantas veces reclamado.Sociedad inerme y desasistida
Estás consideraciones ponen de manifiesto hasta qué punto la sociedad está inerme y desasistida para hacer frente a los problemas sanitarios resultantes de la industrialización en régimen de competencia imperfecta, en la que una de las partes -el pueblo llano, trabajador, usuario o consumidor- se encuentra en situación de inferioridad ante los mecanismos del mercado. Aunque no hay panacea universal para este problema, parece claro -según lo atestigua la experiencia de otros países- que, entre los ingredientes imprescindibles de ésta deben figurar: las garantías democráticas del libre acceso a una información responsable -con la que contamos- y unos servicios ágiles administrativos, ambos respaldados por una institución científica, con capacidad de anticipación y respuesta a una encrucijada sanitaria como la que estamos viviendo.
Importación de tecnología prét-á-porter
La precariedad de nuestra ciencia ya ha sido denunciada repetidas veces, de manera que sólo aludiré a ella de manera sucinta. A nadie se le escapa que nuestro milagroso desarrollo industrial se ha fundamentado no en los recursos técnico-científicos propios, sino en la importación masiva de tecnología prét-á-porter. La fuerte inversión científica, encaminada hacia esas compras exteriores y la resultante dependencia tecnológica han sido otros tantos frenos objetivos a un desarrollo científico-técnico, que nadie parece desear. De esta forma hemos llegado a la situación esquizofrénica en la que los parámetros económicos nos sitúan en el ranking de los países desarrollados, mientras que nuestras inversiones en investigación científica nos relegan a las cotas más bajas del subdesarrollo, entre países como Dahomey o Costa de Marfil. Y aunque el honor nacional se pueda salvar con el escaparate de unos cuantos sabios y laboratorios punteros, nuestro potencial científico, es decir, los investigadores de a pie, con las instalaciones o utillaje a su disposición, languidece huérfano de soporte económico, estímulo social y directrices definidas. De ahí que nuestra sociedad esté incapacitada para afrontar los problemas científicos y técnicos del desarrollo, tal y como se manifiesta en las vicisitudes rocambolescas de esta intoxicación.
Combate de la ciencia contra las fuerzas del mal
Así, durante el mes de mayo asistimos estupefactos a la escenificación de un combate de la ciencia contra las fuerzas del mal de un germen imposible. ¿Cuánta eritromicina inútil, con su fuerte toxicidad hepática nos hubiéramos ahorrado?, y, sobre todo, ¿cuánto tiempo se hubiera podido ganar a la expansión del aceite tóxico, de haber atendido a las tempranas observaciones del doctor Muro? Sus indicaciones acerca del carácter sistemático de la enfermedad y de que su propagación obedecía a un mecanismo alimenticio le hacen acreedor a un desagravio público, tras el vilipendio a que fue sometido, cuando los cantos de sirena de un descubrimiento microbiológico sensacional encandilaron a las autoridades sanitarias en la vía muerta del micoplasma. Y conste que no estoy criticando los inevitables palos de ciego iniciales, sino la arrogancia seudocientífica con la que este honesto profesional fue descalificado. La ulterior proliferación tras el descubrimiento del aceite adulterado como causa de la enfermedad de apariciones en los medios de comunicación, con hallazgos sensacionales que no parecen resistir el paso del tiempo, traducen un alarmante caos científico y administrativo, que parece indispensable superar si no queremos que a la tragedia se sume el oprobio de no haber sabido afrontarla.
Desarrollo armónico de la investigación
A corto plazo, parece de la mayor urgencia consolidar una fuerza de choque, capaz de sacar el máximo partido a los efectivos de investigación científica con que contamos y que hasta ahora no han sido movilizados, al menos adecuadamente y de acuerdo a la magnitud del problema que afrontamos. Pienso en los grupos de trabajo que se podrían establecer utilizando la infraestructura y personal del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y de los departamentos universitarios. Su incorporación, con dedicación plena y en tomo a programas de actuación bien definidos, podría aliviar a los establecimientos hospitalarios y otros centros dependientes de Sanidad de la sobrecarga que supone el seguimiento de los enfermos junto a la investigación de la causa, mecanismo y eventual terapéutica de la intoxicación, sobreañadidos a su actividad asistencial habitual. Ello permitiría un reparto eficaz de funciones para el que se deberían encontrar fórmulas que garantizaran la cooperación, evitando las suspicacias, intrusismos o competencias inútiles.
A largo plazo es imprescindible propiciar el desarrollo armónico de la investigación en ciencia, tecnología y servicios, en consonancia con nuestro nivel de desarrollo y necesidades. Ello supone, ante todo, la definición de una política científica de Estado, que asumiera la necesaria tarea de racionalizar las competencias investigadoras del sector público, hoy dispersas en variados departamentos ministeriales, con estatutos, y regímenes laboral y remunerativo diferentes. El largo y desquiciado contencioso entre universidad y CSIC debería encontrar también solución en este marco, sin agravios ni discriminaciones hirientes. El CSIC, definitivamente liberado de sus lacras fundacionales "al servicio del imperio", podría devenir, en pie de igualdad con otros organismos públicos, en instrumento ejecutor de la política científica, mediante investigaciones orientadas a campos de utilidad social, tales como recursos naturales, alimentación, biomedicina o biología ambiental, así en ciertas tecnologías y servicios de alto interés sectorial. Esta reconversión, actuando sobre lo ya existente, permitiría satisfacer las necesidades de ciencia de un Estado moderno, con un mínimo de costes adicionales. En cualquier caso, los costes serían amortizados a largo plazo en la evitación de situaciones como la que ha motivado estas reflexiones. Se trata de un reto histórico que alguna vez deberemos afrontar.
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