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Una personalidad vigorosa

Fue Argenta una personalidad vigorosa y fuertemente original, renuente -como se ha escrito mil veces- a cualquier clasificación. Como si aquel cántabro grande -que hoy recuerda su país- en carnara el traído y llevado individualismo español. Sin embargo, «este hombre delgado, ágil y lleno de raza» (Mosser) cumplió en la medida que su vida breve le permitió, con su vocación hondamente europea, tan fuerte como su racial singularidad. Quiso ser diferente por sí mismo y no en cuanto a los ojos extranjeros pudiera representar -en la figura como en el arte- de arquetipo ibérico. Merece la pena, a modo de homenaje, ensayar la situación de Argenta, embarcado en su gene ración, dentro del panorama di rectorial europeo, para entender mejor, por una parte, el valor su pranacional de Ataulfo, y, por otra, la importancia de su biografia musical. Argenta, nacido en 1913, per tenecía a la generación de 1916, si aplicamos el método de Ortega-Marías. Los límites flexibles de esta generación serían, hacia atrás, 1909, y hacia delante, 1923. Desde el punto de vista nacional, quiere decirse que Argenta coincidía con la generación literaria de Serrano Plaja, Miguel Delibes, Camilo José Cela, José Ferrater, Julián Marías, Antonio Buero Vallejo y Celso Emilio Ferreiro; con la poética de Miguel Fernández, Luis Rosales, Leopoldo Panero, Gabriel Celaya, Germán Bleiberg, Salvador Espriu, Joan Brossa y Alvaro Cunqueiro. Esto es, la generación siguiente a la denominada por Cernuda de 1925, y por la mayoría, de 1927.En música, la generación española de 1916 cuenta con los nombres de Enrique Casal Chapí, quien, en su calidad de nombre límite, pudo funcionar adherido a la generación anterior; Báguena Soler, Mario Medina, Ardevol (radicado en Cuba), Carlos Palacio, Montsalvatge, Querol Gavaldá, Francisco Escudero, Carlos Surifiach, Roberto Pla, Asins Arbó, Federico Sopeña, Matilde Salvador, José María Llorens, Antonio Iglesias, Elena Romero y Enrique Jordá.

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Se trata de una generación no aventada, como su antecesora, pero sí machacada por la guerra civil. Cuando la contienda llega, apenas había tomado conciencia de su destino y tenía aún que definir sus perfiles. Subsidiaria, en parte, de los hombres del 27, la generación de 1916 se convirtió en la gran ensalzadora de los maestros: Falla, Turina, Guridi, Mompou. Al mismo tiempo, sabe apoyar a los que tímidamente llegan. Quizá se trate más de una suma de individualidades que de un hecho colectivo. Los diversos calificativos recibidos descubren la dificultad de esta generación: ecléctica, perdida, intermedia, sin rostro. En el caso de Argenta basta con un dato: pensarlo en el foso del Coliseum, con su amigo Jesús Leoz, tocando música de revistas y comedias. musicales, para acuñar unas monedas con las que ir tirando.

De Rudolf Kempe a Guido Cantelli

Si diseñamos la generación de directores europeos de 1916, nos encontramos con los nombres de Kenipe, Markevitch, Celibidache, Solti, Giulini, Fricsay, Kubelik, Cantelli y -en América Bernstein. Karajan, nacido en 1908, sirve de gozne con la generación anterior (los nacidos entre 1994 y 1908, con la fecha definitoria central de 1901), encabezada por el recién muerto Karl Bohem, y en la que destacan los nombres de Mitropoulos, Szell, Jochum, Cluytens, Krips, Dorati y Anterl. En España, Eduardo Toldrá y Jesús Arámbarri.

Hay en la generación de Argenta -como dato unificador un repertorio de precisiones: tocar con exactitud lo escrito, huir de toda exageración retórica, mantener con flexible rigor el ritmo, hacer «cantar» -última perfección del proceso iniciado con el flamenco Pierre Benoit (1834)-, ordenar las respiraciones hasta lograr lo que quizá Von Bulow no alcanzó, aunque tuviera la idea; clarificar los diversos planos, sostener el sonido en las notas largas y calderones, establecer las dinámicas en un ir a y volver de los puntos culminantes. Y, cada cual a su modo, sistematizar los gestos.

Herederos, al fin, de una tradición que brilló con plenitud en la generación de Mahler (Nikisch, Mück, Schalk, Mottl, Chevillard, Wintgartner, Arbús en España), los directores de la generación de Argenta ahondan en lo que, un poco pedantescamente, se ha llamado «significados culturales». Lo que, en suma, no es sino dar con las coordenadas necesarias para cada época, estilo y autor, a partir de la misma naturaleza del sonido, hasta llegar a la «banda» dinámica precisa en cada caso.

Nunca como en estos maestros se obedeció el viejo consejo de Richter: «Cuando leáis piano, tocar pianissimo; cuando dos pp, de manera que no se os escuche».

Argenta incorporaba, transfigurada por su propia manera, una cierta dosis de afectividad que. aprendió bien junto al inolvidable Carl Schuricht: la de una densidad transparente y una interiorización extremada de la que guardo el recuerdo parisiense de su último Requiem, de Brahms. Como antes Wolf, que se llevó a Ataulfo a Alemania desafiando la inseguridad de la guerra mundial, Carl Schuricht -como después Ansermet- supo ver en nuestro compatriota no un director español, sino un gran director. «La música», escribió Schuricht a la muerte de Argenta, en 1958, «sin nuestro amigo querido, se encuentra abandonada por uno de los más grandes y más puros genios-».

. Cuando se quebró la vida de Argenta, a sus 45 años, comenzaba el grande y definitivo capítulo: la inserción de un nombre español en el cuadro mayor de la dirección europea, que, a su vez, perdió las connotaciones particulares de una personalidad singular, especialmente profunda -como vio Gerardo Diego- a la hora de los grandes poemas del romanticismo.

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