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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La muerte tenía un precio

LA SÚBITA desaparición del general Omar Torrijos, que ha muerto de la forma violenta que, con amargura, él mismo tantas veces profetizó a su amigo Graham Greene, agiganta su perfil humano y político, sin duda uno de los más fascinantes de la historia americana. La atribulada paralización de la vida nacional que ha seguido a su fallecimiento pone de relieve la autenticidad del calificativo con que la propia Constitución panameña había distinguido al general: líder indiscutible de la revolución.Aún pasará mucho tiempo para que los historiadores puedan encontrar la, clasificación adecuada al modo de gobernar de Omar Torrijos. Ejercía el poder con un estilo meridianamente autoritario, pero nunca dio pie a sus enemigos para que le tacharán de totalitario. Los mas izquierdistas estudiantes de la Universidad panameña le idolatraban, pero siempre mantuvo a raya sus aspiraciones disgregadoras. Admiraba públicamente lo conseguido por Fidel Castro, pero nunca creyó que las tesis cubanas fueran trasladables de forma automática a Centroamérica. Apoyó abiertamente a los sandinistas en su lucha contra Tachito Somoza, pero no hizo lo mismo con los revolucionarios de El Salvador, porque consideraba equivocado su planteamiento de la lucha armada.

Quizá sea esta la mejor definición de su talante, atribuida a un colaborador cercano: «Es capaz de desayunar con un alto directivo de una multinacional, comer con un líder comunista y dejar contentos a los dos».

Resultaba igualmente fascinante contemplar cómo Torrijos despojaba el ejercicio del poder de la pompa y el fasto con que dicha actividad se envuelve de ordinario. El general nunca tuvo despacho, y tomaba sus decisiones en los lugares más insospechados. Preferentemente, desde la horizontalidad de una hamaca en su retiro costero de Farallón o frente a concentraciones de campesinos, en apartados lugares de la selva panameña. Sabía conectar con su pueblo, hablaba su lenguaje, sorprendentemente crudo y grueso. Y administraba su indudable carisma con un innato sentido de la realidad.

Si no hubiera sido por ese pragmatismo, por ese talento intuitivo para la política que tanto admiraban sus amigos, difícilmente habría logrado lo que, sin duda, constituye su más resonante victoria: la recuperación para Panamá de la soberanía sobre el canal interoceánico y su zona de influencia, ejercida durante décadas por Estados Unidos. Fue una batalla durísima, en la que los gringos (vocablo que usaba el general para distinguir a sus forzados vecinos, que le inspiraban escasos, afectos) no pudieron quebrantar la fortaleza rocosa de un hombre plenamente convencido de la claridad de su razón.

La firma de los tratados del canal, realizada con toda solemnidad en 1978, supuso no solamente una victoria del nacionalismo latinoamericano, sino la confirmación de la eficacia de determinadas formas de no alineamiento, en las que Torrijos creía firmemente. Demostró a decenas de países del Tercer Mundo, sometidos a la influencia de uno u otro bloque hegemónico, la viabilidad de la defensa en paz de sus intereses legítimos. Puso en marcha, en suma, una suerte de tercera vía aún no suficientemente estudiada. Aunque solamente fuera por esa única razón, el general Omar Torrijos habría merecido lo que, sin duda, ha logrado ya: pasar a la historia.

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