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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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¿Están en crisis los partidos políticos?

Decía Maquiavelo que las conspiraciones abortan cuando el pueblo ama y venera al príncipe, porque los conjurados cuentan siempre con que la muerte del príncipe satisfará las ansias populares. También recordaba que, aunque «se dice que se conspira mucho, en realidad se conspira poco. Y son pocas las conspiraciones que logran su objeto, porque el conspirado no vive en las nubes y solamente puede reclutar sus parciales entre los descontentos. Tan pronto como revelas tus propósitos a uno de éstos, le das pie para que te abandone, porque denunciándote puede esperar presentes y recompensas».Cuando la conspiración se ha hecho murmullo y en la época de Maquiavelo no existían las poderosas resonancias que constituyen los medios de comunicación, desaparece el primer recelo y se llegan a acallar los sentimientos de lealtad a lo jurado, frente a insinuaciones, presuntamente honorables, de superiores destinos y de deberes inaplazables.

La primera intentona, históricamente está demostrado, no ha triunfado nunca en España. Pero sí lo ha hecho la segunda o la tercera.

El levantarse contra el orden establecido es una responsabilidad que ha de analizarse en toda la dimensión de su importancia y con toda la profundidad que sea necesario. No se puede quedar un acto de este tipo en lo anecdótico y circunstancial, sino que ha de irse hasta el fondo de la cuestión.

Maquiavelo también decía que «no cabe parangón de ninguna clase entre hombres que están armados y hombres inermes. La experiencia nos enseña que no es lógico que los primeros obedezcan a los segundos».

Ha costado muchos siglos demostrar que eso no es así. El sistema de ordenamiento convivencial democrático se basa, precisamente, en que la mayoría de la gente que vive en un mismo país decide, libremente, que la única violencia legítima es la que debe ejercer el Estado en la defensa de los intereses de la nación o de la sociedad, y que uno de los peligros de los cuales el Estado se ve obligado a defender a sus ciudadanios es el de los conspiradores.

Los conceptos platónicos de lo justo y lo legítimo ya dejaron bien claro que la Justicia no existe por la naturaleza; existe por la ley, y que no se la quiere por sí misma como, un bien, sino que se la sufre como impuesta.

En un sistema democrático, la última referencia es la Constitución, y no existen, se mire por donde se mire, ningún tipo de argumentos legales que puedan, por una parte, respaldar intentos anticonstitucionales, y, por la otra, dejar de castigar las desviaciones de esta norma.

Claro que, para eso, los que ostentan la representación del Estado y de las instituciones, deben de ser los mejores, y para eso se inventó el sistema democrático: para que la gente escogiera a las personas que debían de gobernarles. Y estas personas, ya desde Platón, se sabe que deben de ser, decía él, los verdaderos filósofos. Si la filosofía es una especie de conjunto de saberes, de conocimientos, se puede pensar que ya Platón apuntaba a que en los puestos de responsabilidad pública estuvieran los más sabios, los más dotados, los más justos.

Lo importante es gobernar

Desde los comienzos del sistema moderno de partidos, tal como el que ahora tenemos, se esforzaron éstos en demostrarnos que una cosa es la teoría y otra la práctica. El whip inglés y el boss norteamericano son el exponente histórico de que los partidos están más interesados en vencer que en convencer, y que lo único realmente importante no es gobernar bien, sino gobernar a secas.

Max Weber le llamó al sistema electoral, dictadura basada en la emotividad de las masas, y eso por los años veinte, sin que todavía ni siquiera se soñara con los impresionantes resultados que una técnica publicitaria bien montada puede conseguir a través de la tele visión.

El sistema funciona bien, como todo, en épocas de abundancia. La década de los sesenta fue positiva a pesar de la dictadura. Ese enorme vacío de participación que los españoles acumularon durante casi medio siglo se volcó eufórico en el proceso de democratización del Estado español. Pero la gente no se desencanta, la desencantan las actuaciones de las personas en las que había depositado su confianza. Y si, como ahora, es necesario que los que libremente se han brindado a dirigir los intereses de sus conciudadanos -no de una manera altruista, sino por intereses económicos, políticos, personales (todos ellos muy humanos)- den la talla de sus posibilidades, cumplan sus promesas, y no lo hacen, la evidencia de su ineficacia se hace más manifiesta y la gente no se desencanta, que eso ya pasó, se aburre, se hastía, se asusta y, si no tiene las ideas muy claras, se hace indiferente ante la posibilidad de que alguien, por la fuerza, trastoque lo que todos hemos elegido con los votos.

La democracia, las instituciones, el Estado, son conceptos que encubren a individuos que saben o no saben cumplir con su obligación, que pueden o no pueden cumplir con su deber. Aplicando el método científico que Descartes definiera hace más de tres siglos, conduciendo ordenadamente los pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, hasta el conocimiento de los más complejos, se puede detectar donde está el eslabón que falla y se puede y se debe sustituir por otro que cumpla los requisitos exigidos.

Cuando, como ahora, hay que apretar el acelerador y el pueblo ha demostrado que está dispuesto, los partidos se despueblan de militantes, los ataques al Estado son justificados y acallados, los crímenes contra los ciudadanos son manipulados desde arriba, no se extrañen que nazcan los clubes de opinión y que la gente invente medios de participación que le son negados por los que poseen los canales de la manipulación y que tras llorar con lágrimas de cocodrilo las desgracias de este país, salvarán el tipo, esperando que el ciclo vital retorne algún día con augurios propiciatorios.

Salvador Peran Mesa es médico y profesor de Bloquímica en la Universidad de Málaga.

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