El bien común
Acaba de publicarse en el Boletín Oficial la ley de Creación de la Reserva Activa para los militares profesionales, la cual, a su paso por el legislativo, provocó tensiones en medios castrenses, según informó la Prensa, y a cuya aclaración salió el Cuartel General del Ejército con una nota explicativa también reproducida por los periódicos.No voy, naturalmente, a cuestionar lo que ya es ley. Pero como a nadie, civiles ni militares, interesa que se produzcan fricciones innecesarias, sí creo conveniente el insistir una vez más a la opinión pública, en general, y a la clase política, en particular, sobre los porqués causales y la lógica manera de que, como aboga el editorial de un importante diario, «las tensiones entre los políticos y las Fuerzas Armadas se resuelvan conjuntamente y no con disputas».
El lógico y sano desasosiego que los españoles sentíamos ante el curso que podría tomar la nueva andadura política de la nación iniciada hace un lustro requería una siembra responsable de confianza, un anudar cuidadoso de los vínculos entre Estado e instituciones. Por desgracia, un fatal despartidero de rumbos político y castrense se produjo tras aquella grave ocasión en que el entonces nuevo presidente Suárez prometió enfática y claramente a tenientes generales y almirantes, cual representación cualificada de las Fuerzas Armadas, algo que poco después iba a incumplir abiertamente; porque el militar, hombre que por ética profesional rinde culto al honor, tiene fe en la palabra empeñada más que si de contrato escrito se tratara, y cree en una verdad sin subterfugios ni dobleces, no podía caminar a gusto por sendas mudables, sinuosas, oportunistas.ciliación. No contentos con asistir a la perpetuación, hoy anacrónica, de aquella radical oposición marxista entre clases sociales que tan difícil hace el que hacer común, ¿se pretende fomentar ahora esta falacia de milicia versus democracia?
Quizá pueda argüírsenos, y no sin razón, que la institución militar, como tal, ha dado pie con sus silencios (otra grande muette) a que los civiles se sintiesen impulsados a llenar el vacío y atribuir gratuitamente a las Fuerzas Armadas sentires y actitudes.
Reconocer y constatar las desfavorables secuencias que tanto para la sociedad como para el Ejército se han derivado de ese caminar desavenido es un primer paso indispensable y honrado para su remedio. El bien común nacional, en la libertad auténtica, se nutre prioritariamente de la confianza y comprensión mutuas entre el Estado y sus instituciones básicas.
En un Estado, como el español actual, que se proclama «de las autonomías» y cuando tanto se propugna la delegación de funciones y responsabilidades, me parece incuestionable que las Fuerzas Armadas merecen -por razones diferenciales que en nada quedan por bajo de las geográfico/ históricas de siempre impreciso límite- se les reconozca una autonomía que ahora no tienen, se les conceda una plataforma de opinión. y se creen o remocen los órganos representativos que deban encarnar/ interpretar la recta identidad institucional.
Cuando estamos atravesando un período legislativo tan importante para el futuro del país, el que todos, civiles y militares, nos esforcemos en abrir y legitimar un diálogo sincero y leal nunca instituido entre Estado y Ejércitos me parece de capital interés. Sin embargo, tal necesidad parecía totalmente ignorada por la mayoría de los hombres públicos y los mass media, y por eso me ha alegrado muy sinceramente el leer en un reciente artículo periodístico colectivo (presumo que civil): « ... nos inclinamos a pensar que la reforma del Ejército tiene que salir del propio Ejército, de sus mandos superiores».
Pues que, según afirman los sociólogos, la condición más importante para asegurar la continuidad de un grupo es la conservación de su sistema central de significaciones/valores, toda reforma castrense debe dar prioridad a mantener (o restablecer si preciso fuera) la dignidad del concepto «soldado», preservar ese anacronismo que es el ethos militar y constituye la esencia y el orgullo de nuestra vocación. Tarea y responsabilidad que, por lógica evidente, compete a los profesionales con mucho mayor título que a los políticos o a los hombres de la información.
He propugnado en diferentes ocasiones, como solución tan simple cual eficaz, la de potenciar y hacer fructífera la actual virtualidad de los Consejos Superiores de los Ejércitos (incluso formar uno nuevo, integrador de los tres) como órgano colectivo extraordinariamente idóneo para aquella finalidad; órgano al que ninguna crítica democrática podría poner tacha en cuanto reúne las condiciones de pluralidad, representatividad y colegialidad; órgano que sería el interlocutor válido con las comisiones de defensa del legislativo, al cual aportaría una competencia profesional impar; órgano que sería la voz más cualificada de las Fuerzas Armadas ante la opinión pública en cuanto a su identidad institucional se refiere.
Todavía es tiempo, aunque urge, de que civiles y militares de noble intención y libres de prejuicios pongan mano a la mancera y roturen conjuntamente, con ilusión, lo que de otro modo podría ser el yermo en que conviviesen sin amor Estado e Institución. Porque un proyecto de convivencia que pretendiese sustituir la debida armonía por «la arrogancia del poder» (*) y la virtud de la disciplina por la mera coacción impuesta, sería un imperdonable error político, ya que desconocería totalmente la psicología social del militar al atacar de raíz aquella lealtad inexcusable que los mandos militares debemos a nuestros inferiores en sus horas difíciles.
Y como más vale errar creyendo procede -según las enseñanzas de san Pablo- instar una vez más a que esa solidaria responsabilidad por el futuro de la patria que a todos nos compete sea impulsada a feliz término mediante un profundo respeto al «propio don» que cada uno recibimos y que es, en nuestro caso, la vocación común de miembros de la institución militar.
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