Maldades, ternuras y otros duendes de Luis Calvo
Luis Calvo está sentado detrás del escritorio en el gran salón que es también biblioteca, comedor y despacho, y su blanca melena de violinista o de sabio atómico o de viejo cascarrabias de dibujos animados enciende todos los filamentos en el contraluz del ventanal de poniente. Hurga con la manita pálida y nerviosa otra vez en el paquete de cigarrillos y se maldice a sí mismo por lo bajo:-Con esta leche de fumar, me paso las mañanas escupiendo. Ya sólo fuman las mujeres y los viejos. ¡¡¡Y los maricas, ja, ja. ja!!!
Es totalmente imprevisible el muelle que puede saltar en cualquier instante en el interior de Luis Calvo. En medio minuto se le ve pasar del silencio absoluto al grito estentóreo, de la imprecación furibunda a la súplica más patética, y ese ronroneo de confidencias mordaces entre dientes en una fracción de segundo se convierte en un gran gallo de fiscal histriónico. Por ejemplo, ahora Luis Calvo llama voceando a su sobrina y sin venir a cuento le ordena:
-Tráele un vaso de leche a este señor.
Este señor soy yo. Una amable mujer de mediana edad que cuida al viejo periodista con un mimo de barragana de canónigo me sirve un insospechado, no pedido, no deseado vaso de leche a las 17.30 horas, lo deposita entre los papeles, libros y carpetas del escritorio, junto a la calva de Ramón y Cajal que viene en una portada. En seguida, Luis Calvo baja la voz, se pone inmensamente triste, pica los ojos hacia un lado de la mesa, esas dos pequeñas brasas negras, ahora ya un poco rehogadas en una linfa amarilla, y murmura un rezo:
-Quiero morir en la India. Me gustaría viajar a la India para morir allí.
-¿Por qué en la India?
-En la India hay muchas religiones, la mariconería es libre, uno hace lo que quiere y además allí no entierran los cadáveres. A mí no me enterrará nadie jamás. A mí que me quemen como a un inglés o como a los indios. Yo tuve una novia india que me recomendó un médico, amigo del poeta Julio Barrenechea, que fue embajador de Chile en Nueva Delhi. Era una mujer maravillosa que cuando hacía el amor, en el momento del orgasmo, se tapaba el rostro con un velo de seda. Nunca le vi la expresión en ese trance. era una cosa muy misteriosa. A mi que me incineren en la India, al pie de la escalinata del Templo del Mono. donde una vez oficié una ceremonia que viene en el Ramayana. Te llenan el cuenco de las manos con leche de mona, la tienes que ofrecer a no sé qué dios NI luego bebértela. pero yo me confundí. En vez de beberla, me froté las manos como si fuera jabón líquido. Fue un escándalo, un gran sacrilegio Y la gente huyó despavorida. ¿No es maravilloso?
Morir en la India y ser incinerado a las afueras de Benares, junto al Templo del Mono, es el último alarde de este surrealista, que nació en La Carrera, a media legua de Barco de Avila, el año 1898, hijo de un pequeño propietario de huertos de famosas judías.
- ¿Quieres judías? Si quieres judías no tienes más que decirlo. Un día te traeré judías.
-¿Tiene alguna Finca en el Barco todavía?
-¡¡No, no, no!! Yo no tengo judías. Yo tuve una novia inglesa, rubia total, que se llamaba Eve y que tenía el toisón de oro. Sabes lo que es el toisón de oro?
-Yo no sé nada.
-El toisón, o el tusón, como dicen los franceses, o el vellocino de nuestro diccionario, no es otra cosa que el sexo de la mujer. La Orden del Toisón de Oro fue establecida en el año 1429 por Felipe II de Borgoña, llamado Felipe el Bueno, en honor a sus catorce queridas, que tenían todas el sexo de oro, esto es, rubio. Y cuando se fue a casar con Isabel de Portugal comprobó con admiración que también esta señora lo tenía de oro, más rubio aún que su predilecta Marie van Crombrughe, y entonces, completamente asombrado por el suceso, instituyó la orden, cuyo collarón lleva catorce eslabones, que hace el número de sus amantes. De modo que ni Jasón con los argonautas en busca del vellocino, ni Gedeón de la Biblia ni leches. El toisón o vellocino es el sexo femenino. Y aquella novia inglesa que yo tuve en Londres en 1932 era propietaria de un toisón de oro de primera clase. Vivía en Britten Street, por Chelsea. Estas cosas quise contárselas un día a don Juan de Borbón en una comida, pero no me atreví.
Memorias eróticas
Las memorias eróticas de Luis Calvo alcanzarían un éxito inenarrable si llegaran a publicarse. Aquel Madrid de principios de siglo, lleno de gonococos y ladillas como nécoras, en medio de una cultura de perro Paco, diputados golfos, lavativas, ortopedias, blenorragias. discursos de Canalejas, tranvías tirados por mulas, bombas anarquistas, cuellos de piqué. permanganatos, jipijapas v suspensorios exhibidos en escaparates galdosianos recibió al niño Luis Calvo que bajaba desde Barco de Avila a estudiar el bachillerato en los escolapios.
-¿Que qué diablos hacía yo entonces? Meneármela todos los sábados y domingos en la calle de la Bolsa, número 7, que es donde vivía yo con la familia después de pasarme la semana encerrado en el colegio. Luego llegaba el lunes por la mañana y me confesaba como un clavo. Y así siete años hasta que encontré a mi primera novia, que era chalequera, y con ella comencé a hacer las cosas a medias, de pie en un portal de la calle de Las Huertas. Una tarde me la llevé a una pensión de Argüelles y allí desnuda se me ofreció del todo, pero yo hice con ella lo mismo que en el portal, porque eso de la virginidad antes de la primera guerra mundial era una cosa importantísima. También tuve otra novia que era puta en la calle de Federico Balart, pero puta de casa de putas, donde yo hacía comedor.
-¿Y eso qué es?
Luis Calvo lanza un alarido y se produce en el espacio de la sala un estertor de coyunturas y cartílagos de su cuerpo diminuto, poseído por una ira nerviosa.
-i i i Pero cómo!!! ¿No sabes qué es hacer comedor? Tu eres un pichón.
-Perdone.
-Hacer comedor significa estar de tertulia con las putas, jugar a la brisca con ellas a la luz de la lámpara y acostarse con una por la cara mientras otro cabrito paga. Eran otros tiempos, claro está. Por ejemplo, a este señor que viene retratado en la portada de este libro, a don Santiago Ramón y Cajal, yo lo he visto hacer cola en una casa de mamonas de la calle de Lope de Vega con una chapa de latón en la mano, esperando el turno. Un día este Santiago Ramón y Cajal que ves aquí se acercó a un jovencito que se llamaba Antonio Díaz Cañabate y le preguntó oiga pollo, ¿qué número tiene usted? El siete. ¿No le importaría cambiármelo? Mi chapa es la 49 y llevo mucha prisa. Como Cañabate admiraba mucho a don Santiago no tuvo inconveniente en cederle la vez. Yo también lo hubiera hecho. Eran aquellos tiempos en que al tacaño de Julio Camba se le veía regatear en la acera de Peligros con las tías, que si cinco, que si cuatro, y también a León Felipe, que era otro putero. Yo después he querido a mi mujer como un católico, es decir, con un sentido paternalista.
Luis Calvo ingresó en la facultad de Filosofía y Letras y allí quedó deslumbrado por los ojos de Julián Besteiro que explicaba la asignatura de lógica. Hizo la carrera con brillantez, aunque Ovejero lo suspendió de estética, más que nada por la vida de putería que llevaba. Luis Calvo admiraba entonces la prosa de Gabriel Miró y, aunque su deseo secreto era convertirse en catedrático de universidad o de instituto, el acoso perdulario lo llevó a los cafés literarios de la puerta del Sol y de Alcalá hacia abajo que eran grandes peceras humeantes llenas de personajes famélicos e históricos con las solapas nevadas de caspa. Una de aquellas tardes de organillo, en el círculo jalmista de la calle de la Madera, vio por primera vez a Ramón del Valle-Inclán con la barba negra hasta la bragueta.
-El otro día me llamó su hijo Carlos del Valle-Inclán y me dijo, oye, que el Rey me ha hecho marqués de Bradomín. Es maravilloso convertir en título a un personaje literario. Esta es otra monarquía, no cabe duda. Ahora este Rey se reúne con los intelectuales, les saluda y les dice, leo lo que escribes y me gusta mucho. Ahora no hay Corte. La otra monarquía estaba llena de caballeros de la llave en el culo. En aquella Corte no se tenía ni idea de quién era Ortega y Gasset. Un día, Ignacio Luca de Tena le dijo a Alfonso XIII: «Su majestad está muy distanciado de los intelectuales, debería conocer alguno, un servidor le puede presentar uno muy importante que se llama Ramón Pérez de Ayala». Y Alfonso XIII le contestó: « Está bien, dile que venga un día por la puerta del Moro y así no se enterará nadie». Pérez de Ayala se negó diciendo: «Ya es tarde». Ahora a Juan Carlos lo han querido involucrar en esa charlo-
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tada esperpéntica de Tejero. Es una infamias no hay una revolución social, esta Monarquía liberal durará siempre, porque el príncipe Felipe y el Rey están educadosen la escuela de don Juan.
En aquellos años de universidad, Luis Calvo llevaba el cuello duro y blanco como la porcelana y frecuentaba la academia donde Wenceslao Roces explicaba por libre hegelismo y teoría marxista . Como todo intelectual chungo de entonces, también coqueteó con el comunismo porque después de la revolución de octubre eso era una moda en los cafés de artistas, Como, el refresco de granadina, aunque la cosa no pasó de ahí por aquello de que los obreros no pueden hacer huelgas en Rusia. Luis Calvo no fue nunca marxista, pero sabía latín debido a que el obispo de Avila, que era un señor bajito, chato y amigo de la familia, frecuentaba su casa en la calle de la Bola y lo invitaba a pasar los veranos en el seminario. Y además sabía inglés y francés. Y eso torció el rumbo de su vida, ya que un día de 1917 se presentó en el café Universal, de la puerta del Sol, De Gandt, encargado de la United Press en España, miró por encima del hombro aquella caterva, de escritores, poetas, pasantes de bufete, habilitados de Correos, llenos de lamparones, todos sentados frente a la zarzaparrilla, y preguntó si había alguien allí que supiera idiomas. Luis Calvo levantó la mano. Así consiguió su primer trabajo como periodista. Traductor de telegramas. Fue enviado a La Vanguardia de Barcelona, que dirigía Gaziel, e inició un servicio que todavía dura hasta hoy. En el año 1926, Luca de Tena lo llamó al Abc para que hiciera crítica teatral en sustitución de Luis Gabaldón. Los primeros duros comenzaron a sonar en los bolsillos del héroe.
Ahora Luis Calvo se levanta del sillón y cruza la sala con pasitos cortos de banderillero acelerado por una moviola. Anda erguido como una palanqueta exhibiendo el pecho abombado de pequeño canario blanco y revoltoso, de pico viperino y dulce a la vez. A los 83 años tiene miles de libros totalmente vivos aún en la cabeza y sabe el lugar exacto de cada uno en las estanterías. A estas alturas podría quebrantar a cualquier discípulo que le siguiera a la salida de un restaurante después de papearse un codillo con una marcha atlética por Montera o con la! ternuras y cabreo7s de jovenzuelo lleno todavía de curiosidad malvada. Habría que imaginar lo que sería. Luis Calvo en los tiempos dorados de la República, cuando Pérez de Ayala se lo llevó a Londres y convertido allí en distinguido sportman de pantalón bombacho, calcetines de rombos y gafas de aviador en los altos del cráneo, feliz, nervioso, inteligente y tarambana conducía el BMW a 180 por hora entre praderas inglesas.
La calva del torero
-Una tarde llevaba de paseo en mi Rover descapotable a la Argentina por las afueras de Londres y me decía: « Eso de los hombres ya ha terminado para mí, porque cuando veo alguno, por muy guapo y joven que sea, siempre me acuerdo del sudor de la calva de Ignacio Sánchez Mejías, aquella vez que estaba acatarrado en la cama, y se me quitan las ganas».
Luis Calvo conocía de primera mano a todos los personajes de la época, sabía de memoria el número de verrugas que Azaña tenía en la cara, estaba en el secreto de cualquier rumor maligno, exactamente como hoy, y su existencia un poco atrabiliaria se extendía desde las tabernas de azulejos llenas de picadores y toreros senequistas hasta las alfombras del Congreso, completamente dispersado en las noches golfantes de Villa Rosa purgadas por las visitas rituales al exilio de Miguel de Unamuno en Hendaya.
.-La última vez que vía don Miguel fue ya en Salamanca, poco después de empezar la guerra civil, cuando ya tenía un guardia en la puerta de su casa que no dejaba entrar a nadie. Pero una noche lo conseguí. Y allí me encontré a Unamuno dando puñetazos en la mesa camilla completamente fuera de sí, soltando animaladas contra los falangistas que le, tenían secuestrado. Se pasó el rato gritando que cualquier día se iba a ir a pie hasta Portugal por una carretera de segunda y desde allí embarcaría hacia América para decir a todo el mundo que los nacionales eran aún peores que los otros. A los pocos días de mi visita me enteré de su muerte. Estaba sentado a la misma mesa camilla y la visita que lo acompañaba creía que se había dormido, pero una babucha de don, Miguel comenzó a arder Con el fuego del brasero. Y el acompañante se dio cuenta de que había rnuerto. Yo ya estaba en Londres, donde era corresponsal del Observer.
La mitología del periodista Luis Calvo se fraguó precisamente en Londres durante la segunda guerra mundial. Aquellos lances de espionaje donde la aventura se mezclaba con una morbosa condición literaria y el interés de la noticia bordeaba siempre el filo de la navaja.
-Total, que en 1942 estaba ,o en Londres de corresponsal de -Abc y de la Nación, de Buenos Aires, y llegó un sapo, una cucaracha aldeana de parte del ministro de Asuntos Exteriores Serrano Súñer con el encargo de que debía volver a Madrid para hacerme cargo de un servicio secreto. Me negué, pero ellos insistieron, hasta que Ultano Kindelán, hijo del general, que era agregado de la Embajada española en Londres, me dijo que no había otro remedio, que se trataba de algo necesario y urgente. Fui a Madrid. Me entrevisté con dos alemanes en un piso de la calle de Caracas y estos me dieron unos polvos blancos para fabricar una tinta invisible con la que tenía que mandar cierta clase de información. Pero yo esa misma noche tiré esos polvos en un retrete del hotel Ritz, donde me hospedaba. Al regresar a Inglaterra, apenas había puesto el pie en Londres, me trincó el servicio de contraespionaje inglés. Estaba enterado de todo. Me sacaron los forros del traje buscando los polvos. Al no encontrarlos comenzaron a confiar en mis protestas de inocencia, pero me llevaron a un cuartel de Chelsea y desde allí en el borde de un periódico mandé una nota a Viturro, primer secretario de nuestra embajada, donde le decía que los ingleses desconfiaban de todo el personal, hasta del mismo duque de Alba. También esta vez interceptaron la nota. Y entonces ya me llevaron a un campo de concentración en West Ham. Los ingleses me trataron bien y esto hacía sospechar al resto de los españoles presos, diez o doce, que había allí, porque yo era bibliotecario y además tenía acceso a la cocina y les daba pasteles. Al final de la guerra me liberaron. Nos llevaron hasta Gibraltar, a todos esposados menos a mí, pese a mis protestas. Pero había una orden del coronel de que yo llevara las manos libres. Todo esto va a salir en un libró de Nigel West que trata de espionaje en los dos sectores, uno civil y otro militar, en España.
Este Luis Calvo mítico, contradictorio, furibundo, angelical, perverso, tierno y ácrata, este maestro periodista de las taimadas alusiones contra Franco durante su época gloriosa de director de Abc, que por encima de cualquier convicción política está ante todo comprometido con la gloria de sus grandes amigos de antaño y con el talento de las generaciones nuevas sigue sentado detrás del escritorio con su melena de violinista o de sabio nuclear o de abuelito cascarrabias de Walt Disney. Tiene el cuerpo lleno de electricidad y eso le imprime resortes insospechados, grandes peroratas, malignas murmuraciones, encendidos ditirambos, anatemas brutales con descabello incluido. Hay que caerle bien. Es el secreto.
-Este Calvo Sotelo es serio, tiene lecturas, eso es importante, creo yo, no sé, no sé. Pero el otro día Felipe González me deslumbró.
Este jovenzuelo meritorio, de 83 años, se levanta a las once, se baña, lee EL PAIS y Abc, come fueracasi todos losdíasyquiere ir a Venecia en septiembre, como cualquier enamorado de Minnesota.
-Todo está muy caro, es imposible salir por ahí, yo vivo de una pensión, de modo que pasaré el verano en este salón, que es muy fresco. Quisiera ir en agosto a Barcelona para operarme de cataratas, pero el médico me dice que no las tengo maduras todavía. Leo muchísimo, leo a los clásicos latinos para que me maduren las cataratas.
Con una procacidad inteligente, ese talante entre snob y chuleta, algo de erudito tronado y curiosidad de maletilla, Luis Calvo me mira con esos ojos extremadamente vivos, un poco empañados de tinta. Yo adoro a Luis Calvo.
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