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Redoble de conciencia

El corral literario está tan alborotado como el resto de los corrales del país, si no más. Es un alboroto incandescente, de intensidad superior al de las tradicionales trifulcas entre artistas. Y es que al escritor español, cualquiera que sea su lugar en la escala, le está corroyendo un sentimiento de frustración. Es consciente, cómo no, de que su obra navega entre la indiferencia generalizada, como un juguete roto en el naufragio de una sociedad sorda a la cultura. Rodeado, al mismo tiempo, de una confusión de nombres y entorchados producto de cabildeos inenarrables.La agitación mayor no se produce actualmente entre los propios escritores, sino entre éstos y los críticos. Críticos y escritores parecerían envueltos en una riña callejera, se mueven en pesados círculos de noria, dan vueltas y más vueltas a idénticas acusaciones. Ambos buscan en el otro al culpable de su frustración. Hasta el punto de que cabe preguntarse: ¿No serán todos víctimas de una sutil conspiración externa?

Como suele ocurrir en estos casos, cada denuesto contiene una cierta dosis de razón. Vale la pena esbozar alguno de los que los escritores dedican a los críticos:

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Mafia. Funcionan diversas mafias de críticos afincadas en ciertos medios de comunicación. En estos centros de poder mafiosos se conchaban escritores y críticos para apoyarse, se encaraman a las más provincianas y codiciadas cumbres e ignoran todo lo que no sean ellos mismos y sus protegidos.

Compadreo. Aun sin llegar al nivel de las mafias, en los diversos medios de comunicación se celebra una continua merienda de negros. La consideración de un escritor está básicamente en función de lo próximo o lejano que esté en la amistad del patriarca o del núcleo mandarín.

Do ut des. El crítico trabaja en su propio provecho. «Te hago esta buena crítica a cambio de diez apariciones de mi nombre en tu columna diaria». 0 bien: «Toma esta excelente crítica, pero has de proporcionarme un buen viaje o una sabrosa serie de conferencias». Las variantes del intercambio son, obviamente, infinitas.

Ineptitud. El crítico suele ser autodidacta, razón por la cual las cosas van como van. La incompetencia asola a la mayor parte de los hombres dedicados a este oficio, uno de los más antiguos del mundo. Muchos de ellos son parcos en cultura, simples especialistas en novedades editoriales, carentes de criterio propio, faltos de objetividad en cuanto fallan los puntos de referencia, resentidos escritores frustrados, gente sin imaginación, que valen lo que vale el medio en el que escriben.

La lista de denuestos podría alargarse kilométricamente. ¿Qué presa más fácil que el crítico para que el escritor justifique su propia frustración? La verdad es que el escritor, salvo excepciones, es tan injusto con el crítico como éste con el escritor; considera al crítico en función de cómo haya sido tratado por él.

Entre ambos se crea una dialéctica rara: el crítico es un lobo para el escritor, y viceversa. Y sin embargo, están condenados a conocerse y a convivir.

La actual crítica española tiene tan mala opinión de los escritores como los periodistas políticos de la clase dirigente. En general, el panorama literario suele parecerles detestable por definición, y en eso demuestran una cierta entidad provinciana y borreguil. Los que están en los intríngulis del mundillo literario saben perfectamente lo que con frecuencia hay detrás de una crítica favorable o una desfavorable: una amistad, un resentimiento, una editorial, un favor.

Vista a cierta distancia, esta confrontación, tan perjudicial como tragicómica, se asemejaría a una reyerta chulesca de liliputienses. No porque los contendientes lo sean, sino porque es así como en privado se tratan unos a otros. Si el crítico entiende que el escritor es un mediocre, y el escritor cree que el mediocre es el crítico, lo que está claro es que, de rechazo, la acusación de mediocridad alcanza de lleno a la sociedad que los ha parido a ambos.

Esta curiosa manera de echar balones fuera no arregla el contencioso. Los contrincantes seguirán diezmados, confundidos, confundiéndose. En medio de todo esto, el público, ese lector casi inexistente, observa las trifulcas con el mismo gesto de ausencia con que mira las peripecias del Parlamento.

Puestas así las cosas, ¿quién echará las culpas a quién? ¿El crítico al escritor, el escritor al crítico, el crítico al público, el público al Parlamento, el Parlamento al escritor, el escritor al público, el público al crítico, el crítico al Parlamento, el Parlamento al crítico? ¿No serán todos víctimas de una sutil conspiración externa?

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