¿Se han pensado las consecuencias de desmantelar la Administración del Estado?
Es consustancial al sistema totalitario la concentración absoluta del poder en el máximo órgano ejecutivo del Estado, y así en el régimen nacido el 18 de julio de 1936, el único y auténtico depositario del poder lo fue el Jefe del Estado o «Caudillo», al igual que en la Alemania nacionalsocialista lo fue «el Fhürer-Canciller», o en la Italia fascista lo fue «el Duce». Ello puede ser causa de que una vez hundido el régimen autocrático, y sustituido por un sistema democrático-liberal, el arbitrismo y el abuso a que normalmente da lugar el poder omnímodo, traumatice a los artifices del régimen democrático con tal complejo antiautoritario que provoque el repudio del ejecutivo, al límite de olvidar que la sociedad industrial moderna, nacida del proceso técnico, ha transformado al Estado promotor de Leyes, en el que el Gobierno y la Administración agotaban su cometido en la ejecución de la ley, en lo que hoy se conoce como el «Estado social», el «Estado de prestaciones», o el «Estado manager», en el que una gestión pública, cada vez más tecnificada, ha de responder de lo que es, el núcleo de la vida social, es decir, del pleno empleo y del crecimiento y redistribución de la renta nacional, o dicho de otra forma, en el que la eficacia ha tomado carta de naturaleza.De aquí los riesgos de que una doctrinaria y abstracta concepción del poder, llegue a sublimar al Parlamento y la función parlamentaria hasta el punto de dejar al Gobierno y la Administración en una situación de precaria operatividad.
Sabido es que nuestros constituyentes se han inspirado, en gran medida, en la Ley Fundamental alemana de 1949 y también que el complejo de culpabilidad que el pueblo alemán arrastró por los desmanes y abusos a que dio lugar el autoritarismo del III Reich, complejo del que no pudo sustraerse la Constitución de Bonn, aun cuando la evolución política del país haya sido muestra de sentido práctico y eficacia.
La necesidad de incardinar el "estado manager" al sistema democrático parlamentario
Lo expuesto viene al caso por cuanto entendemos que nuestro recién estrenado Estado democrático corre el grave riesgo de que su preocupación por garantizar el sistema de democracia parlamentaría haya hecho infravalorar cuanto atañe al Gobierno y la Administración por un repudio hacia el régimen autoritario-centralista, hasta el punto de no percibir el inevitable protagonismo que a aquéllos corresponde desempeñar para dirigir y regular con eficacia lo que se ha llamado «la empresa económica nacional».
Y aquí vienen al caso las palabras, que se comentan por sí solas, de un insobornable demócrata, como García-Pelayo: «El Estado social, el Estado de prestaciones y, concretamente, el Estado manager, va asociado a un principio de legitimidad constituido por la performance, la funcionalidad o la eficacia de su gestión, principio que coexiste con otros principios de legitimidad y que en el sistema del Estado social debe subordinarse o, si se quiere, interactuar con la legitimidad democrática».
Y si es incuestionable que el Estado de la sociedad industrial tiene como función no sólo legislar, sino ante todo actuar con eficacia, es obvio que tal eficacia sólo es posible a través de aquellas instituciones que por sus características están en condiciones de gestionar la cosa pública, porque la democracia parlamentaria no puede ir más allá de impulsar, legitimar y controlar a aquellas instancias motrices en las que la tecnoburocracia juega un papel decisivo, por que es ilusorio pretender que desde una estructura parlamentaria se pueda gestionar cuanto el Estado actual tiene de actividad empresarial.
Y aquí hemos de servirnos nuevamente de las palabras del profesor García-Pelayo: «El Parlamento puede y debe criticar las políticas del Gobierno; está en capacidad de deliberar sobre leyes generales, pero no siempre está en capacidad de responder en tiempo oportuno con las medidas que exigen los cambios de situación; puede aprobar planes, pero, en general, no está en condiciones de discutir su contenido técnico ni de saber si los objetivos del plan son realmente conseguidos con los medios establecidos en el plan; tiene iniciativa legislativa, pero la mayoría de los proyectos son presentados por el Gobierno, que es quien dispone de los recursos técnicos para su formulación; le corresponde formalmente legislar, pero la mayoría de la legislación material toma forma de decretos, ordenanzas o de especificaciones de leyes cuadro o de especies análogas.
El desguace de la Administración existente no es soportable por la sociedad industrial
Y si es así que la autonomía del Gobierno y de la Administración no han podido desaparecer en las democracias parlamentarias por la circunstancia de que ambos estén bajo control parlamentario, parece llegado el momento de advertir la gravedad que entraña la despreocupación e improvisación que se manifiesta en nuestro país, en cuanto atañe al aparato administrativo al momento de construir el «Estado de las autonomías», porque resta por añadir que otra de las transformaciones que, fáctica e inexorablemente, ha venido a comportar el Estado de la sociedad industrial es que la Administración ha pasado, de simple órgano ejecutante vinculado al Gobierno por una relación de subordinación a ser un participante activo, dotado de la auctoritas que le otorga el conocimiento técnico.
Por ello, no deja menos de resultar llamativa la falta de previsiones que se evidencia a nivel de Estado en relación con la fabulosa operación mutativa que comporta el paso de una única Administración estatal a otra situación en que la gestión de la cosa pública va a ser compartida por una pluridad de administraciones, una central, «eminentemente legisladora», en expresión no muy realista, y otras autónomas, éstas con el doble cometido de ser brazo ejecutivo del propio poder autónomo y, en gran medida, de las Cortes Generales del Estado, lo que comporta las complejas tareas de reglamentar, interpretar y aplicar la casi totalidad del cuerpo legal, e impulsar creativamente el constante proceso de reforma legislativa.
Y, llegados a este punto, entendemos que han de formularse proposiciones políticas muy claras, ya que sería una grave irresponsabilidad desmantelar las estructuras administrativas existentes, desconociendo lo que sus potencialidades pueden ofrecer al nuevo Estado en cuantas actividades se demandan -administración general, financiera, laboral, turística, comercial, ingeniería y economía de todas las especialidades, etcétera-, porque, lo que no va a resultar factible es la creación desde cero de unas nuevas administraciones públicas para las comunidades autónomas, ya que la marcha de la sociedad no va a pararse para dar lugar a tan ilusorio experimento, y unos estamentos administrativos profesionalizados, cual son necesarios para mantener el ritmo del proceso técnico y el acoplamiento socio-económico nacional, no se improvisan.
Y tampoco se le escapa a nadie el peligro de que, a causa de la falta de un proyecto puntual del Gobierno de la nación, se intensifique y generalice en las comunidades autónomas el proceso, que ya se apunta, tendente a un recíutamiento no riguroso de nuevas clases funcionariales, que en sus niveles superiores se ventilaría fundamentalmente entre clientela política adicta, lo que, paradójicamente, nos retrotraería a las conocidas «adhesiones» de los Estados totalitarios. Sin que nadie deba desconocer, desde ahora, el grave riesgo que todo ello entraña, de provocar en un futuro próximo un grave conflicto socio-político en el propio núcleo de la cosa pública.
Se incurriría, pues, en frivolidad, insistimos, si no se torna conciencia de que el éxito del «Estado de las Autonomías» depende en gran medida de la racional configuración de la función pública, en su doble vertiente, central y autonómica, partiendo de la tecnoburocracia existente, con todas las renovaciones que sean precisas; lo que, desde luego, exige, se sienten los presupuestos para establecer un clima de confianza y rearme moral en el estamento funcionarial, que no debe ser ganado por un sentimiento antiautonomista fomentado desde posiciones interesadas, hasta producir el convencimiento de que al Estado democrático se le sirve tanto en una administración central armonizadora y preemínente como en las administraciones autónomas, porque, como se ha dicho por el diputado Roca Junyent, «también las autonomías son Estado ».
Y es que el «Estado de las autonomías» difícilmente caminará hacia su consolidación, si a los muy graves problemas que se le presentan se añade el no contar con una función pública colaboradora y eficaz, en la difícil etapa histórica, en que está atrapada la sociedad industrial, que alejándose de una situación de normalidad va a verse en lo sucesivo ante una sostenida tensión, en la que habrá de mantener el progreso técnico y garantizarse el éxito del cometido empresarial del Estado mediante una estrategia muy depurada, en la que el peso profesional será básico, y aquí hemos de reiterar que la legitimidad democrática de origen del nuevo Estado, o se revalida a través de la funcionalidad y eficacia de su gestión, o la historia del mismo será efímera.
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