¿Quién gobierna Italia?
PARECE QUE la última astucia de la Democracia Cristiana en Italia ha consistido en escamotearse a sí misma de la Presidencia del Consejo para intentar gobernar a través del diminuto Partido Republicano, que es el séptimo en importancia del Parlamento, donde tiene quince diputados (de un total de 630), obtenidos con el 3% de los votos en las elecciones del 3 de junio de 1979. Es un partido de fisonomía borrosa, residuo histórico de la Italia garibaldina, con un penacho anticlerical y una vocación de centro-izquierda dirigida a una clientela de clases medias disgustadas; sus ministerios los ha ido obteniendo jugando con su condición de partido de apoyo. Que resulte ser ahora la DC, con sus 261 diputados, la que sirva de apoyo al presidente del Gobierno, Spadolini, es lo más semejante a un carnaval desesperado. La Democracia Cristiana anega al Gobierno con quince ministros (en el anterior, presidido por ella, sólo tenía trece), que son los de mayor .responsabilidad y decisión; se suman a siete socialistas, tres socialdemócratas, un liberal y uno, en fin, del propio Partido Republicano; todos, o casi todos, viejos rostros de la eterna clase política. Piensa la DC, probablemente, que va a esconder bajo la novedad de Spadolini sus profundas arrugas de cansancio y desgaste, y que el presidente republicano podrá tomar ciertas medidas que ella misma, por su doctrina tozuda y por no romper el equilibrio precario entre sus tendencias -se cuentan seis principales-, no quiere abordar, y con la esperanza de que si funcionan bien se las apuntará en su favor (por su mayoría en el Gobierno y en el Parlamento), mientras que si fracasan podrán ser cargadas a las espaldas de los republicanos. En todo caso, tanto ella como los demás partidos piensan que es, una vez más, un Gobierno de transición que debe durar el tiempo preciso para rehacer otras fórmulas que parezcan más estables. El cambio tiene, por tanto, todas las características para ser minimizado o comprendido en su mero alcance de maniobra, pero no para desdeñarlo totalmente. La DC presidía incesantemente los Gobiernos italianos desde hace 34 años, y haberlo cedido ahora a otro partido por primera vez es un síntoma de que está vulnerada; el simple hecho de tener que ponerse el antifaz republicano para gobernar es una confesión de inseguridad. Es también significativo que después de un tiempo histórico de presidentes católicos nacidos de un partido confesional ocupe ahora el cargo uno de la cepa anticlerical: aunque la DC haya pasado en su Gobierno leyes laicas (divorcio, aborto, enseñanza libre), flexionada por la presión popular, y aunque de Spadolini no vaya a esperarse ahora un movimiento contra la presión vaticana. Las premisas esenciales de la gobernación del país no van a variar en lo inmediato, pero quizá este juego vaya a tener algunas repercusiones interesantes en las elecciones, cuya convocatoria anticipada no está totalmente excluida. Precisamente la designación de Spadolini se ha hecho para evitarlas,v para conseguir, dentro siempre del juego de la clase política, que los socialistas vuelvan a colaborar en el Gobierno, después de haber dejado al descubierto al anterior tras el tema espinoso y nunca suficientemente claro de la logia P-2. La oposición que parece ahora más constante -aparte del zumbido continuo del Partido Radical y de las no menos constantes amenazas apocalípticas de la extrema derecha- es la del Partido Comunista, cada vez más lejos de su compromiso histórico, cada vez más inquieto por las barbas rapadas de otros comunismos europeos y por sus propias pérdidas de afiliados y votantes, pero aún el segundo partido italiano (201 diputados, 30% de votantes), y que puede movilizar parte de los sindicatos contra los intentos de pacto social de Spadolini. Este es el principal encargo que ha recibido el nuevo -y distinto- presidente del Consejo, y que tendrá que emprender apenas vuelva de Luxemburgo, de la reunión de jefes de Estado o de Gobierno de la Comunidad Económica Europea.
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