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Tribuna:Cartas abiertas a los vivos y a los muertos
Tribuna
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A Alejandro Lerroux

Excelentísimo señor:En su libro sobre Juan March y su tiempo, Ramón Garriga exhumó una secretísima consigna de usted a los suyos, en aquella Barcelona de principios de siglo: la que amanece por el lado de la dama del polisón y el parasol, hoy en el zoológico, y termina en la primera huelga general, con Pablo Picasso en medio, pintando a su tía Pepa y su Ciencia y caridad, a los quince abriles recién cumplidos.

En fin, a lo que íbamos, pues el espacio apremia aunque el tiempo se remanse en proustianos pasados. La consigna, digo, era como sigue: «Están anunciadas las elecciones municipales y conquistaremos las concejalías. La administración municipal será nuestra. Luego iremos a la conquista de las diputaciones, y nuestra será la administración municipal. Conquistaremos finalmente una mayoría en el Congreso y así se pondrán en nuestras manos las riendas del poder, a fin de que podamos llevar a cabo nuestro programa político». Lo grande del caso es que todo debía cumplirse, aunque sus siempre escandalosos ideales pasasen con los años de la demagogia de izquierdas a la demagogia de derechas. Sus fieles fueron concejales, diputados, ministros, y usted presidió tres Gobiernos de la República, si mal no recuerdo. Así da verdadero gusto, señor mío.

Maravilla su currículo, don Ale, porque usted empezó de croupier de timbas ambulantes en las ferias, antes de hacerse periodista, según contaba Indalecio Prieto. De garito en garito volandero, después de haber sido monago de mucha unción en una edad más tierna y director de paja del otro El País, el republicano de antes de la guerra, llegó a Barcelona con los colores de la bandera nacional («Banderita, tú eres roja. Banderita, tú eres gualda») en la cinta del jipijapa, para oponerse al catalanismo en las legislativas de mayo de 1901.

Los autonomistas dirían su insólita combinación de republicanismo, militarismo, anticatalanismo y antciclericalismo, una fórmula que anticipaba brillantemente el dadá de Tristán Tzara, financiada por el Ministerio de Gobernación, con Leopoldo Romero, director de La Correspondencia de España, como correveidile entre usted y el ministro, Segismundo Moret. Lo cierto del caso es que Sagasta y Moret buscaban desde principios de abril una sólida candidatura dinástica y no republicana, en Barcelona, como lo prueban sus telegramas al gobernador. Joaquín Romero Maura, bisnieto de su antiguo enemigo don Antonio Maura (lo de «¡Maura, no!» sería invento patentado suyo), asegura que ni en el archivo de Moret ni en las memorias de Natalio Rivas, su secretario, figuran datos de un acuerdo secreto, previo pago en peluconas, entre usted y aquel Gobierno de la Monarquía.

Lo cierto es que a su llegada a Barcelona, casi el mismo día en que se fundaba la Lliga Regionalista, alojábase usted en casa de un correligionario de Gracia, por el módico alquiler de cinco céntimos semanales a título simbólico. Lo de los símbolos siempre fue cosa muy suya, y lo de los ahorrillos también, aunque el valor físico podía derrocharlo a espuertas, la verdad sea dicha. A la salida del primer mitin de aquella campaña, que fue en Sants, tirotearon su coche mientras usted permanecía impasible como don Tancredo. A la mañana siguiente, en otro mitin en el teatro Gran Vía, los anarquistas pretendieron impedir que llegase al estrado. Usted se abrió paso a puñetazos y cuando concluyó la soflama, todo el público puesto en pie, anarquistas incluidos, le ovacionó desaforadamente. Los grandes y pequeños negocios, a la vera y al abrigo de la política, desde la venalidad de sus concejales en el Ayuntamiento de Barcelona hasta el escándalo del estraperlo, vendrían después a pisos contados.

Aunque el término no fuese de curso legal en sus tiempos, como orador mitinero, ante masas en su mayor parte analfabetas y dispuestas a dejarse convencer, usted no tuvo rival en su época ni desde luego en la nuestra. Muchos años después y casi en vísperas de su propia muerte, don Antonio Machado testificaba por escrito que tampoco lo tenía como alma de ramera. Calderoniano e irritable, aunque no desprovisto de humor y simpatía, sostuvo duelos singulares a espada y a pistola, dejándose, arrastrar a veces por su propia retórica. Baste como botón de muestra aquel editorial suyo en El Progreso, y en 1906, tantas veces citado por sus muchos enemigos, donde pedía a sus Jóvenes Bárbaros la entrada a saco en la civilización decadente de este país sin ventura. «... destruid sus templos; acabad con sus dioses; alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie».

Estas llamadas públicas a la violación y al sacrilegio no me convencen en absoluto. Se empieza con tales petardos y se termina como acabó usted mismo, cuando era ministro del Gobierno provisional de la República, defendiendo de tal modo las peticiones de la Iglesia que Alcalá Zamora, católico practicante, se dijo que nunca pronunciaría usted tantos amenes, ni aún en sus días de monaguillo. En el fondo, todo se reducía a la búsqueda de su propia identidad, más allá de sus virajes políticos. «¡Mi yo, que me arrancan mi yo! », como decía su contemporáneo don Miguel de Unamuno. Su yo, don Ale, era de tamaño catedralicio, aunque también fuese un tejido de contradicciones. En último término, y en un país cuyo renacimiento fue la picaresca, nunca hubo otro pícaro tan genial como usted. Con su muerte se rompió el molde y sanseacabó.

Su mejor prosa no es la de las novicias, sino su editorial de La Publicidad «Los cocodrilos». Vintage Lerroux, como dirían los ingleses, de la cosecha más depurada del emperador del Paralelo, que en Barcelona sólo hubo uno de tal título y a mucha gloria. Lo de «Los cocodrilos» lo publicó el 13 de abril de 1904, en un rapto de fingida ira y aprovechando la muy sincera furia de sus adversarios. El anarquista Miguel Artal acababa de atentar a don Antonio Maura, cuando la burguesía barcelonesa se lanzó a la calle al grito de «¡Muera Lerroux!», «Mori en Lerroux!», aunque nada tuviese que ver con el frustrado magnicidio. En su réplica a los manifestantes, les preguntaba cómo podían pedir su cabeza, si usted amaba la creación en todos sus aspectos y matices, al igual que san Francisco de Asís. ¿Cómo exigían su pellejo, si en su casa y con los suyos vivían un gatito, una paloma, un ruiseñor y un lorito, al cual su amadísima suegra enseñaba a chillar: «¡Viva Lerroux! », «¡Divino maestro! ».

Volverá a preguntarse en la eternidad, donde todo debiera ser respuestas, a qué viene la carta de un desconocido. Abreviaré para no fatigarle, omitiendo la historia desde 1949, el año de su muerte. Duerma en paz, pues no ha aparecido pico de oro como el suyo, aunque en Barcelona hablen ahora impropiamente de otro lerrouxismo. Como bribón, en cambio, lo creo superado, lamento admitirlo. Así lo deduje hace unos días, admirándolas mansiones que se levantaron en Coral Gables, Miami, con los capitales evadidos de España. Si la carta no fuese abierta, le daría nombres y señas que en ciertos casos no dejarían de regocijarle. No obstante, callo como calla todo el mundo, y cierro diciéndome que usted tenía razón y era en verdad un franciscano.

Carlos Rojas, escritor, profesor de español en diversas universidades de Estados Unidos, autor, entre otros libros, de Azaña, publicará quincenalmente el EL PAÍS sus «Cartas abiertas a los vivos y a los muertos».

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