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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El resplandor de la hoguera

LA PRESENTACIÓN en Madrid de dos libros de Manuel Abellán y Román Gubern sobre la censura en la época de Franco ha servido para rememorar los ultrajes, y las agresiones contra la cultura perpetrados durante aquél largo período. Los episodios cómicos, las anécdotas estrafalarias y los comportamientos risibles de los celosos torquemadas enmadrados en las nóminas del Ministerio de Información -antes de Propaganda y después de Cultura- pueden difuminar, al animar estampas grotescas y divertidas de estulticia y fanatismo, el irreparable daño producido en esos años tanto, a la libertad de creación como a la difusión dentro de nuestras fronteras de la literatura, el cine y el pensamiento del resto del mundo. Porque la censura no sólo obligó a nuestros escritores e intelectuales a guardar silencio, a cribar su expresión mediante la autocensura o a buscar el camino del exilio, sino que empobreció a toda la sociedad.Nunca se valorará lo suficiente la desventaja inicial, en conocimientos y en hábitos de libertad, de los españoles que fueron alimentados bajo el franquismo por la dieta, pobre de ideas y pudibunda de lenguaje, recetada por los salvadores de almas y por los paladines de la democracia orgánica. Que los creadores y pensadores de tale nto lograran finalmente burlar a los censores y realizar su obra sólo demuestra que el poder político siempre pierde, a la larga, frente a la inteligencia. Los escritores tuvieron que pagar, en cualquier caso, un caro tributo de prohibiciones, dificultades y persecuciones.

Es cierto que hemos avanzado un, largo, larguísimo trecho, desde la época, temporalmente cercana, en que obras de Julio Cortázar, Juan Rulfo o Carlos Fuentes -para citar sólo narradores latinoamericanos célebres- no podían ser editadas en España ni tampoco importadas de Argentina o México. La reciente apertura de la biblioteca del Ministerio de Cultura, en parte alimentada por libros editados fuera de España y no autorizados a circular en nuestro territorio, permitirá apreciar el volumen y la calidad de la cultura sustraída al conocimiento de los españoles hasta el fallecimiento de Franco. Lástima que no figuren, en sus anaqueles, los ejemplares con las acotaciones de los escandalizados censores, destinadas a subrayar y comentar las ideas heterodoxas y los comportamientos amorosos que los españoles no deberían conocer para el bien de sus almas y por la seguridad del Estado.

Pero la comprobación de la en enorme distancia que separa a la España de hoy de la España de Gabriel Arias-Salgado o de Manuel Fraga no significa que la vocación inquisitorial y la afición a la censura hayan desaparecido de nuestra sociedad. Han cambiado los métodos, se ha modificado el diseño de las mordazas y han mudado su atuendo los censores, pero sigue viva la tendencia a impedir hoy amenazando igual que antaño.

Sirva de muestra la decisión del alcalde de Bilbao, secundado,por los concejales del PNV, de condenar al fuego -temporal o eterno- un volumen de cuentos -editado bajo el patrocinio de ese Ayuntamiento y prologado por el propio Castañares- que incluíá el relato premiado en el concurso literario convocado por la municipalidad vizcaina. Epitafio del desalmado Alcestes Pelayo (reproducido en este mismo número en el suplemento EL PAIS/LIBROS), escrito por el joven navarro Juan Jesús Fernández de Retana, tal vez hubiera pasado incluso por el fielato de la censura en los últimos años del franquismo. Que el Ayuntamiento, elegido en las urnas, de una de las grandes ciudades de nuestro país, islote liberal en la guerra carlista y locomotora del desarrollo industrial del País Vasco, haya decidido emular a los bárbaros vestidos con camisas de colores que alimentaron en Alemana, Italia y España, con libros las hogueras del siglo XX, es un síntoma demasiado preocupante como para no ser comentado. Un poder no es democrático sólo porque haya recibido el respaido mayoritario de los ciudadanos en unas elecciones. Para merecer ese nombre debe respetar además los derechos y las libertades de las minorías.

El incidente es todavía más grave porque se produce en una comunidad tan desgarrada por conflictos, tensiones y violencias como el País Vasco. El PNV, partido en el que militan el alcalde y los concejales pirómanos y bibliófobos, afirma, con razón, que la defensa de las autonomías y de las instituciones de autogobierno es indisociable de la defensa de las libertades y de la democracia en el resto de España. No resultaría fácil, sin embargo, que esa tesis, hostilizada hoy por sólo quienes ven en las autonomías el eslabón más débil del sistema constitucional, fuera aceptada a la larga si los ámbitos de competencia de la Administración local y del Gobierno de Vitoria, en manos del nacionalismo vasco moderado, reprodujeran, en nombre de valores étnicos, de tradiciones históricas o de creencias religiosas, el pesado clima de intolerancia ideológica, desprecio a las minorías y horror a la libertad de expresión que dominó a España entera -y no sólo al País Vasco- durante cuatro décadas. Creemos, con toda sinceridad, que el Ayuntamiento de Bilbao y el Partido Nacionalista Vasco deben reparar ese lamentable e injustificable atentado contra la libertad de expresión y contra la cultura, a fin de despojar de verosimilitud a tan sombría perspectiva.

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