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"París-París, 1937-1957": el arte de la guerra y la posguerra en una gran exposición del Centro Pompidou

Con París-París, 1937-1957, última de las gigantescas exposiciones programadas por el Centro Cultural Georges Pompidou, se cierra el circuito iniciado con la de París-Nueva York, a la que siguieron París-Berlín, París-Moscú y la de los Realismos. Estará abierta durante todo el verano.

Como las anteriores, esta exposición, que intenta resumir el panorama artístico-cultural-politico de una época, desde la inmediata anteguerra hasta el momento en que París deja de ser el centro neurálgico del arte internacional (fijado, no se sabe muy bien por qué en 1957), resulta un tanto maratoniana para el espectador, que, abrumado por la cantidad de información acumulada, corre el riesgo de despistarse.El orden cronológico que se ha elegido en el montaje no resulta siempre eficaz, y a veces es difícil seguir la trayectoria de un artista, al estar su obra desperdigada entre las diferentes salas, lo que se presta a confusión. Se reduce así la eficacia de esta exposición, que se inicia magistralmente con la presentación en el vestíbulo del centro de la cortina realizada por Picasso en 1936 para el Teatro del Pueblo, con ocasión del estreno de la obra de Román Rolland 14 de julio.

Mil novecientos treinta y siete, el Frente Popular y las vacaciones pagadas. Es el año de la Exposición Internacional de las Artes y las Técnicas en París, una buena ocasión para dar trabajo a los artistas, que por aquel entonces llevaban una vida más bien difícil. Los palacios del Aire y de los Ferrocarriles muestran orgullosos los magníficos murales de Sonia y Robert Delaunay. Los pabellones de la URSS y Alemania, impresionantemente grandes, se hacen frente, como si se tratara de una premonición; por el contrario, Le Corbusier sólo consigue montar el suyo, llamado De los tiempos nuevos, en un terreno anexo. Más humilde, el de la República Española atrae, sin embargo, la atención general; la División Cóndor ya había para entonces destruido Guernica, matando a la población civil, y los artistas, conmocionados, presentan al mundo entero el atroz espectáculo de la guerra, que muy pronto se generalizaría. Esto justifica el que la primera sala de la exposición esté dedicada a la contienda española, donde domina la Montserrat de Julio González, rodeada de una serie de obras sobre el tema de Dalí, Picasso, Masson y Miró.

A partir de aquí comienza un recorrido que pone de manifiesto la efervescencia creativa de París anterior a la guerra mundial, alimentada por artistas procedentes del mundo entero. La abstracción geométrica, por supuesto, pero también la de los más jóvenes (Hartung, Vieira da Silva, por ejemplo), buscando otros caminos y, cómo no, los surrealistas y su Exposición Internacional de 1938. La guerra supuso la dispersión. Muchos artistas (Duchamp, Breton, Masson, Tzara, Brauner...) atravesaron el Atlántico vía Estados Unidos, otros se refugiaron, en el Midí francés y los más desafortunados padecieron por algún tiempo el infierno de los campos de concentración, como Ems, Bellmer y Wols. Con la ocupación y el régimen de Vichy, la propaganda nazi impone un arte oficial académico degradado. Brecker, el escultor preferido de Hitler, expone en la Orangerie en 1942, mientras el arte degenerado intenta seguir existiendo a pesar de todo, aunque con dificultad. El nacionalismo se exacerba y aparecen los jóvenes artistas de la tradición francesa, una defensa justificada contra el ocupante, pero que continuará, terminada la guerra, con el renacimiento de la llamada Escuela de París.

El surrealismo intenta revitalizarse, sin conseguirlo, con su Exposición Internacional de 1947. Para entonces, Fautrier ha expuesto ya sus Otages, introduciendo la materia, conmoción, casi una revolución, a la que se unirán Tápies y Burry, y luego, muchos más. También Dubuffet se impone defendiendo, primero solo, y luego, secundado por Breton, un arte contrario a todo convencionalismo cultural, que se denominará art brut, el arte de los irregulares.

Debate sobre la función del arte

En este camino de un arte anti-histórico, anti-tradición, pero también como una reacción contra el mito parisiense, hacen su interrupción los cobra (movimiento autodisuelto en 1951), y resurge el debate sobre el realismo socialista, defendido apasionadamente por Aragón «un arte de partido es hoy la condición necesaria, para desarrollar un gran arte nacional») y Fougeron, aunque los tres artistas principales del Partido Comunista Francés, Leger («yo no pinto temas, sino contrastes»), Picasso (Los masacres de Cdrea) y Pignon (El obrero muerto), se lo toman con tranquilidad.Giacometti sigue su trabajo en solitario (bien representado en esta exposición), y la abstracción lírica, todavía sin nombre, le gana terreno a la geométrica gracias a Wols, Hartung, Michaux y otros.

La crítica de la abstracción geométrica plantea el problema del movimiento y la integración del espacio, solucionado de diversas maneras (cambios de luz, desplazamiento del campo visual, o como Tinguely, que en 1954 presentó por primera vez cuadros en movimiento mediante motores eléctricos).

La fatiga de la no figuración marca un retorno a lo real, Hains y Viegle comienzan a lacerar los carteles publicitarios, que exponen por primera vez en 1957, el mismo año que Ives Klein expone sus monocromos.

París sigue siendo París, pero el centro de la actividad artística continúa su desplazamiento a través del Atlántico.

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