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Tribuna
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La venganza del desencanto

Los viejos camareros de Lipp -una imagen de la belle époque, con sus largos mandiles blancos sobre el traje negro de trabajo- se acercaban frecuentemente, el domingo por la noche, al aparador donde tenían un buen champaña en hielo: «Pour les socialistes», bebían. Y por su cliente habitual, François Mitterrand -de Lipp salió la noche del dudoso atentado de los jordines de Luxemburgo, en Lipp se enteró de la muerte de Pompidou-, que acababa de obtener un poder que no ha tenido en Francia nadie desde que lo perdió el general De Gaulle, y que nunca en la historia había tenido un solo partido de la izquierda francesa. Prácticamente, un mito. Además de una realidad concreta, lo que ha pasado en Francia responde a una mitología política que se da en los pueblos de cuando en cuando: la imagen del rejuvenecimiento, de volver a empezar en el punto en que todo se torció. La realidad concreta es que durante cinco años -el período de la legislatura; el de la Presidencia de la República dura siete- el partido socialista tiene todos los poderes -Presidencia, Gobierno, Asamblea, incluso la mejor disposición por parte de los sindicatos- para cambiar la vida y la sociedad. La mitología consiste en la creencia absoluta de que, en efecto, hay una nueva Francia que va a cambiar la vida no de la colectividad, sino de cada uno: «Cada uno debe reaprender a vivir en esta V República que nace, en suma, una segunda vez», dice el editorialista de France Soir, que cambia velozmente, como tanta gente, de bando. Se pueden encontrar razones. El número de votantes de Mitterrand Y al partido socialista excede, con mucho, no sólo al de militantes, y al de s ocialistas, y al de simpatizantes; -comprende, sobre todo, el de los frustrados de los años grises de Giscard. Hay quien cree que va a ser la Francia de los jóvenes -Mitterrand ha promedito centros con amplificadores, mesas de mezclas" etcétera, para que toquen su rock, la cultura popular más cara que se haya conocido nunca- y quien pree que va a ser la Francia de los viejos -¡las pensiones de jubilación, las plazas gratis en el autobús!-; los inmigrantes creen que ha llegado su momento -un taxista asturiano que lleva dieciocho años en París se hubiera vuelto a Luarca de haber ganado Giscard; ahora, me dice, va a quedarse aquí más tiempo; no se quiere perder «lo bueno»-, y es posible que los camareros de chez Lipp crean que ha empezado la Francia de los camareros de Lipp. Todo esto quiere decir que han votado por los socialistas algunos millones de personas que no son socialistas, e incluso. que no están seguros de que lo sean Mitterrand y sus Ministros: son, para ellos, renovadores. Es un hecho aritmético que una vieja generación se ha hundido y que entra otra nueva. Empiezan a llegar a los ministerios gentes que no han estado nunca en ellos; ministros que no lo fueron jamás, directores generales que no proceden de funcionarios.Francia, antes, desconfiaba de estos advenedizos; creía en la experiencia, y en un cierto conservadurismo de fondo. Elcam bio más profundo está en que los viejos expertos han fracasado en veintitrés años seguidos de poder; han creado el desencanto, y el desencanto se ha vengado de ellos. Cuando creían que Francia estaba suficientemente despolitizada se han tropezado con una Francia que comprende que necesita una politización.Todo Va a empezar el 2 de julio, cuando se constituya la nueva Asamblea y se piresente ante ella el Gobierno con las medidas urgentes de su.programa. Se está dando, por parte de la opinión pública, un plazo más largo; hay que pasar lo que llaman aquí -«la línea azul», que es la de las vacaciones -azul de mar, azul de cielo mediterráneo; pero cuidado, españoles, que en este año sólo saldrán al extranjero 2.400.000 franceses, en lugar de los cuatro -millones del año 1979-, y esperar el regreso en el mes de septiembre. Cuando vuelvan quieren encontrarse la Francia renovada. Mitterrand piafa en el Elíseo para realizar su programa electoral, para entregar sus primeras medidas a una Asamblea amiga: un inventario breve de este programa consiste en un crecimiento económico del 3% entre 1981 y 1982, la creación de 150.000 empleos en el sector público, la nacionalización de los grandes grupos industriales y de los bancos de negocios, la reducción del trabajo a 35 horas semanales, con igual salario, pero con aumento de la productividad (la máquina y la microelectrónica al servicio del trabajador); el impuesto nuevo sobre las

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litantes comunistas, que han visto con una tonta sonrisa optimista en sus labios cómo se laminaba su partido -laminado, en lenguaje parlamentario francés, quiere decir haber perdido la mitad al menos de los diputados-, pero con la esperanza de colocar unos ministros en el Gobierno. Una cuestión que tenía su importancia en el período anterior a las elecciones de la segunda.vuelta y en la que hacía hincapié la derecha del miedo, pero que ha perdido todo su valor ahora. En efecto, poco importa que Mitterrand pague o no a los comunistas con dos ministerios el favor de haberle dado sus votos en las presidenciales y en los ballotages de las legislativas, lo cual era, en realidad, su única política posible y razonable -de otra forma tendrían aún menos diputados de los que han conseguido-, desde el momento en que su impresionante mayoría absoluta le pone a cubierto de toda presión comunista.

Puede decirse que no se sabe bien lo que esta izquierda -que no oculta su nombre ni se viste de centro- va a llegar a poder hacer con un país cuyos grandes problemas, no dependen de él mismo.en gran parte, sino de la crisis mundial; la esperanza de los franceses mella un poco el escepticismo clásico de los viejos observadores de la política. Pero es más fácil asegurar que la derecha, llamada o no centro, apoyada en nombres vagos y eufemísticos, tal como se ha conocido hasta ahora, no volverá a colgar.sus nidos en los nuevos balcones.

Los nombres que se han hundido se han hundido para siempre. Tendrán que reconstruirse como alternativa; pero les va a costar muchos esfuerzos.

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