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"No me acuerdo del número de robos en que he participado"

J. J. M. tiene ahora dieciséis años, y ya entra y sale libremente del centro. Desde que tenía once años es sobradamente conocido en los archivos de la policía y en los ambientes en los que la fuerza de la navaja es la que manda. Empezó su alejamiento de la vida normal a los diez años, después de dar una fuerte paliza, en compañía de otro niño, al director de la escuela pública en la que estudiaba. El profesor les denunció y fueron detenidos por la policía.A partir de ese incidente se fue de su casa, compartida con sus padres y cuatro hermanos, en el barrio de Usera. «La primera fuga de un reformatorio fue a los once años», explica. «Me habían detenido por robo de coches. Yo iba con otros chicos del barrio, no siempre los mismos. Robábamos en todas partes. No sé el número de atracos que he cometido, pero han sido muchísimos. Primero, solamente coches; luego, panaderías o tiendas; en los últimos tiempos, también joyerías y bancos».

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Con gran tranquilidad, este muchacho de dieciséis años, de evidente fortaleza física y ojos inteligentes, sigue contando que a veces tuvo que mojar (pinchar con la navaja) a alguien (él lleva impresionantes huellas de mojadas en su cuerpo). «Es tu vida o la suya. A veces, les tienes que dar. Se ponen nerviosos y, si no tienes reflejos, te dan un tiro o te clavan cualquier cosa», dice J. J. M. Siempre ha ido armado con navajas y con pistolas, conseguidas en los robos a cualquier chalé. o a algún policía municipal. Esto último, asegura, es lo más fácil. «Le sigues hasta su casa y, en cuanto le ves salir sin el uniforme, entras y te la llevas», afirma.

Los golpes y las detenciones han sido también incontables a lo largo de todo este tiempo. Solamente en un año se fugó treinta veces de reformatorios.

«Del dinero que sacaba, nunca di un duro en casa. Mi padre me hubiera matado. Lo gastaba en vivir. Sobre todo, en heroína, cocaína y con las pibas (mujeres), que me gustan mucho y me lo paso muy bien».

La afición a la heroína surgió casi paralela a la ruptura familiar y a su entrada en el mundo de la delincuencia. «Empiezas porque te invitan otros chicos. Ves que ellos lo hacen y se ponen muy bien, y un día pruebas por la nariz. Está bien, pero parece que el pico (pinchazo) está mejor. Luego te acostumbras. A los catorce años me tuvieron que internar en el Alonso Vega porque estaba con el mono (síndrome de abstinencia). Seguí, pero hace más de año y medio que no he vuelto a probar, y estoy muy bien. De cuando en cuando, algún porro, pero nada más».

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Poco antes de ser internado en el Centro de Difíciles, J. J. M. cuenta que intervino en el atraco más gordo de su amplio historial. Hace poco más de un año, en compañía de otros tres chicos, asaltó una céntrica joyería, de la que se llevaron cuatro millones de pesetas. Los cuatro asaltantes fueron detenidos cuatro días después, y ya se habían gastado todo el dinero. «En heroína y en pibas», asegura.

En estos momentos asegura que se «encuentra muy bien». Superadas las tres fases de rehabilitación en el centro, ha terminado el graduado escolar y estos días hace unos cursillos de socorrismo. Pronto empezará a trabajar en unas piscinas públicas.

«En el centro me ha ido bien», asegura, «porque por primera vez se han molestado en explicarme por qué unas cosas están bien y otras mal. Las órdenes te las razonan, y no he oído ningún sermón como los que me daba mi padre. Ahora reconozco que mi padre se preocupaba de verdad, pero hace años no lo entendí. En estos momentos puedo asegurar que no volvería a robar, salvo en el caso de que mi familia se muriera de hambre, nunca por otra cosa, porque yo he aprendido a resolver mis necesidades de otra forma, una de ellas el trabajo».

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