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El caso del asesino asesinado

Iba a titular ¿Qué se puede hacer en un congreso de escritores de literatura policiaca? hasta que recordé la prohibición expresa de los médicos periodísticos sobre el empleo de la interrogación en la titulación de artículos. Pero el título era ese y la respuesta obvia: un crimen. Cuando mi amigo Paco Uriz me hizo llegar la propuesta invitación de asistir a este congreso, el teniente coronel Tejero convalecía de las heridas de la operación Galaxia y preparaba el heroico rapto de los pantalones de Sus Señorías, soñador de un Parlamento en calzoncillos.Me predispuse a asistir en la confianza de un fair play narrativo que aún no había atribuido ni el papel de víctima ni el de verdugo. Que un escritor español pueda asistir a un congreso de escritores de literatura policiaca es un síntoma de normalidad literaria envidiable por cualquier democracia consolidada y de eso se trataba, de consolidar la democracia, aun al precio de pasar una semana al pie de un bufé sueco, sin otro horizonte propicio que un arenque macerado con la ayuda de esa planta tan triste que se llama eneldo, una planta que es casi alga, que pide movimiento de mar de fondo, no de aire. Pero se produjo el tejerazo y me puse a pensar en el papel que el destino me atribuía en un Congreso no muy bien visto por las mejores familias literarias de mi país, de las que cuelgan damascos con escudo nobiliario cuando llega o se va Borges, en el escudo una lengua rampante sobre campo de gules en busca de pan y chocolate, Suchard, naturalmente. Aparentemente mi papel era el del estoqueador que entra en el Congreso con tricornio y estoque, entre olés y arrebatos de España cañí interpretada al órgano y la dulzaina por una orquesta de suecos japoneses o de japoneses suecos, marca Sanyo. Demasiado sencillo el caso. ¿Qué hace usted con tricornio y estoque? Sin duda, en el estoque, sangre, y en un rincón del Congreso, el cadáver de un escritor policiaco inglés especialista en crímenes cometidos en una habitación cerrada por dentro. Cherchez la femme. Brigit Eklund, un amor de juventud, se interpuso entre los dos y bajo la influencia mágica del espíritu del joven Rodrigo le clavé el estoque una y mil veces, y al preguntarme los juesesl ¿por qué en el banquillo estás? / él les respondió sien veses / que por guapo y nada más / por guapo, por guapo, por guapo.

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Excesivo papel, no compensado por la tentación unziana de utilizar el coche para acercarnos a Laponia, a ver si existe. Pero aún lo habría asumido de no ejercer ahora no recuerdo bien sí la inducción o la deducción para llegar a la sospecha de que el caso no era tan fácil y cualquier especialista francés de la escuela estructuralista podría urdir el imprevisto final de que el asesino es el asesinado y a la inversa, conocidas las salvajes arbitrariedades racionales que suelen conocerse en literatura de esta condición, literatura sin anillo ni fecha por dentro, literatura que puede resolverse mediante oraciones simples y sin que cualquier personaje tangencial necesite treinta páginas para subir una escalera o confesar que le pica una pupita. Arenques, eneldos, lapones, insistía Uriz en presencia testimonial de Fernando Claudín, con esa pinta que Dios le ha dado de comisario Maigret soviético. Pero me vi tricorneado y muerto sobre la peana, detenida tan japonesa orquesta con el arco de los violines en la duda de señalarme o rascar la espalda de una dama, ochenta kilos abierta en canal, rubia y ancha corno un colchón de antes del a mí plim. ¡Al asesino! Yo. ¡Al asesinado! Yo también.

Además no habían invitado a ningún escritor barroco. Y eso no está bien.

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