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Tribuna
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Un Estado socialista para la V República

Serenamente, de puntillas casi, como reza el lema electoral socialista (La fuerza tranquila) que izó a Frangois Mitterrand hasta la cumbre del Estado, los franceses se han decidido a estrenar una nueva era de la historia de su país.A lo largo de toda la República Francesa, nunca el partido socialista (PS) había conseguido tanto poder. El general Charles de Gaulle, en los primeros años de la V República, cuando su carisma de redentor histórico jugó plenamente, no pudo como hoy pueden los socialistas.

Mitterrand asume los poderes, sin paralelo posible con otro jefe de Estado de Europa occidental, que le confieren las instituciones. Anteayer invadió, prácticamente, el poder legislativo con la sólida mayoría socialista que le confirmarán sus conciudadanos el domingo próximo. El partido comunista se le ha puesto de rodillas. La ex mayoría de derechas y sus líderes, salvo Jacques Chirac (herido malamente tambiény han desaparecido. En resumen, a los que se denominaron «Estado gaullista» y después «Estado giscardiano» les ha sucedido el Estado socialista, pero más potente aún. Naturalmente, Mitterrand no es De Gaulle ni Giscard. Ni los socialistas son los gaullistas o los giscardianos. Son otras personas y otras ideas las que hoy encarnan el poder y el futuro de este país.

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El presidente y su partido

¿Qué ha ocurrido y hacia dónde va la Francia afortunada y tradicionalmente conservadora? Para adentrarse en las entrañas de la transformación sociológica que han revelado estas elecciones, en primer lugar hay que referirse a un aspecto mecánico. La vida constitucional francesa gira en torno al hecho presidencial generado por la ley mayoritaria electoral. Ese acontecimiento fundamental de las leyes de la V República (la elección del presidente), que pone en manos del magistrado supremo los poderes determinantes del acontecer de la vida del país, condiciona teóricamente los poderes suplementarios mayores, como lo es el legislativo, sin el cual el presidente no puede realizar su política. Por ello, una vez elegido Mitterrand, el llamado legitimismo (no contradicción entre el poder ejecutivo y el legislativo) ha favorecido la riada socialista del domingo pasado.

Pero esa explicación mecánica, o constitucional, es la consecuencia de una evolución en profundidad de la sociedad francesa, que, en última instancia, se traduce en términos de aritmética electoral, pero que responde a una lenta transformación del cuerpo sociológico galo. No en vano el deslizamiento del electorado se ha producido hacía la izquierda, ha favorecido a un solo partido (el socialista) y se ha llevado.a cabo sin titubeos.

La ruptura histórica de la sociedad francesa en favor de la izquierda se manifestó pot primera vez de manera tangíble en mayo de 1968. Aquellas barricadas revolucionarias quisieron recordar que, como la había bautizado el líder socialista Guy Mollet unos lustros antes, la derecha francesa continuaba siendo «la más tonta del mundo». En pleno crecimiento salvaje, un país rico como Francia continuaba ignorando las injusticias sociales propias del subdesarrollo. Pero aquella ruptura sociológica, por su inspiración revolucionaria y porque la abundancia de la mayoría ocultaba las llagas sociales de la minoría, no sólo no encontró traducción política, sino que provocó las llamadas elecciones legislativas del miedo, que llevaron a la Asamblea Nacional a la más potente mayoría de derechas de la historia.

La ascensión irresistible de la que era entonces la oposición, a través de la peripecia histórica que fue la Unión de la Izquierda, de manera constante también, se operó en favor de los socialistas agrupados por Mitterrand en el PS fundado en 1971. A esta consolidación de los socialistas contribuyeron dos líneas políticas divergentes, pero objetivamente aliadas: la de la mayoría gobernante conservadora y la del Partido Comunista francés (PCF). Las delicias del desarrollo de los últimos lustros, las justificaciones también que proporcionó la crisis mundial desde 1973 y la capacidad técnica incuestionable del giscardismo-gaullismo ofuscaron a esa clase gobernante hasta el punto de olvidar qi¡e más de un millón de obreros, en el país potencialmente más rico de Europa occidental, cobraban sólo 28.000 pesetas al mes. Han tenido que llegar los socialistas al poder para que su sueldo aumente 4.000 pesetas escasas y que el hecho sea considerado casi como una revolución. Paralelamente, el PCF, obcecado por el comportamiento mostrenco de la derecha, inventó la llamada «Iínea Marchais», fundada en el revolución arísmo a ultranza y en la fe ciega en la patria del socialismo, la Unión Soviética.

Durante los últimos tres años principalmente, el giscardismo recortaba las más elementales libertades de la llamada «patria de las líbertades». Por su lado, el PCF cerró los ojos ante el desmoronamiento del modelo soviético, sin comprender que la invasión de Afganistán y la situación polaca, de unos meses a esta parte, han abierlo los ojos a muchos cientos de millares de electores comunistas.

Al acecho de estas dos descomposiciones se encontraba un profesional de la política y de los franceses: Mitterrand, el hombre que hoy asume absolutamente todos los poderes de la nueva sociedad francesa, que es la misma de ayer, pero legitimada políticamente.

Como no había ocurrido nunca a lo largo de la V República, un presidente tiene por delante cinco años sin elecciones y con todo el poder en sus manos. Mitterrand podrá hacer lo que le dé la gana, pero nada indica que conduzca a Francia hacia el colectivismo.

Los comunistas y la derecha inician una travesía del desierto cuya duración dependerá tanto de su capacidad de autocrítica, como de la gestión socialista, que, a su vez, tendrá que probarles a los franceses que su tendón de Aquiles histórico (la falta de rigor económico) es una secuela del pasado.

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