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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cerco a la libertad

LA JUPITERIANA destitución de Iñaki Gabilondo como director de los servicios informativos de Televisión Española es un síntoma más de esa preocupante combinación de temores, vacilaciones y apologías del mal menor que está configurando los comportamientos del Gobierno desde el 23 de febrero. En el momento de la designación de Fernando Castedo como director general del Ente Público RTVE saludamos en un editorial -titulado El coraje de Castedo- el valor político del candidato al aceptar ese difícil cargo. Parece probable, sin embargo, que las agitadas semanas que siguieron a su nombramiento hayan desatado tal huracán de presiones y amenazas sobre Fernando Castedo que sus reservas de aguante moral y de resistencia cívica hayan quedado exhaustas. De otra forma, resultaría inexplicable el cese fulminante, sin explicaciones previas al afectado, a un profesional de la información que, con la inevitable dosificación de aciertos y de errores que acompaña cualquier comienzo, había sacado los servicios informativos de Televisión Española del hieratismo, la momificación, el oficialismo, la propaganda y la censura, para tratar de conducirlos a los niveles medios de la Prensa y de la radio privadas. No faltarán, sin duda, quienes establezcan una forzada analogía entre la destitución de Iñaki Gabilondo y aquel aparatoso cese de Pío Cabanillas como ministro de Información, en el otoño de 1974, acusado de intolerables excesos en la política aperturista de su departamento.Resultaría sencillamente impertinente entrar en una valoración particularizada de la labor realizada por Iñaki Gabilondo desde el 20 de abril pasado, fecha en la que inició la renovación de los espacios informativos de Televisión Española. Los célebres cien días que exigen los políticos que acceden al poder para que sus actos sean juzgados serían el plazo mínimo de cortesía que podría haber reclamado el director de los informativos de Televisión Española para que se hiciera balance de su tarea. Iñaki Gabilondo, por lo demás, no es un gris funcionario que haya accedido a un cargo de elevada responsabilidad gracias a ese inflexible ascensor que es el escalafón, sino un profesional joven que fue requerido para desempeñar ese puesto en función de su brillante historial en las radios de la Cadena SER. Todo el mundo sabe que las empresas privadas sitúan los listones para la promoción de sus empleados mucho más altos que la inercial, complaciente y mecánica Administración pública, y que la carrera profesional de periodista radiofóníco de Iñaki Gabilondo se debe exclusivamente a los méritos que demostró en un mercado de trabajo altamente competitivo.

En cualquier caso, es un hecho indiscutible que la programación informativa de Televisión Española desde hace unas semanas había levantado el techo informativo del monopolio estatal hasta una altura casi comparable, en algunos aspectos, con la de los medios de comunicación privados, pero en modo alguno superior. Resultaría, así, que el Gobierno, resignado por el momento a que la sociedad letrada ejerza su derecho constitucional a la información, se resiste a la idea de que los ciudadanos inhabituados a los periódicos se enteren de lo que ocurre en el país y en el mundo en el que viven como sus compatriotas más cultos. Conscientes, de que la información es poder, nuestros gobernantes no parecen dispuestos a distribuirlo entre los españoles, abocados de esta forma a continuar siendo súbditos y no llegar nunca a la condición de ciudadanos. Para conseguir ese objetivo, el poder ejecutivo no tiene otra vía que la filtración, la manipulación o la supresión pura y simple de la información, justificada desde la mala conciencia o desde el cinismo con pretextos de alta política o de razón de Estado, en la televisión y, de resultarle posible, en todos los medios de comunicación. Sin embargo, la Constitución, a la que «los poderes públicos están sujetos» en el mismo grado que el resto de los ciudadanos, establece taxativamente que no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa, ni siquiera durante los estados de excepción y de sitio, el ejercicio de los derechos a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión.

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Mucho nos tememos, por lo demás, que esa cabeza que ahora se ha hecho rodar no salve, a corto o medio plazo, la de sus propios vendugos. Porque quienes interioricen el programa mínimo del golpismo no sólo no lograrán defender las instituciones democráticas, sino que, con sus debilidades, medias tintas, temores y transacciones, sólo conseguirán vaciar por dentro el edificio del pluralismo y del régimen constitucional Y dejar su fachada dispuesta para decorar un sistema autoritario.

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