Dejarse ayudar
España y las elecciones francesas
Es aún prematuro medir el alcance de la llegada a la presidencia de la República francesa de François Mitterrand, como no son predecibles sus futuras relaciones con los comunistas. Pero un análisis de urgencia permite, al menos, sacar algunas conclusiones provisionales sobre lo acontecido.I. La segunda jubilación del centrismo
En una obra ya célébre, titulada El hombre y la política, el sociólogo norteamericano Seymour Martin Lipset aporta una interesante teoría sobre la naturaleza de las fuerzas políticas, según éstas desenvuelvan su actividad en sociedades en situación normal y en sociedades en crisis. Según él, una sociedad en equilibrio suele generar, sobre el soporte de los tres grandes grupos sociales que son la clase alta, la media y la baja, tres fuerzas políticas básicas: conservadora, liberal y socialista, que en épocas de crisis suelen radicalizarse y dar paso, respectivamente, a la extrema derecha, al fascismo y al comunismo.
Ciertamente, las cosas (y menos en política) no -son así de fáciles y esa distinción tripartita salta alegremente sobre cantidad de matices sin los cuales la historia política de Europa, tanto del siglo XIX como del actual, sería ininteligible. Pero tiene parte de razón Lipset, al menos en cuanto a que las situaciones difíciles generan cambios profundos en las opciones políticas y en los deseos del electorado. De esta forma, la jubilación, no ya sólo de Valéry Giscard d'Estaing (por muchas y variadas razones personales, como son su concepción cuasi-monárquica del cargo que ostentaba frente a un pueblo que posee una muy profunda tradición republicana, el tema de los diamantes, y sus constantes vaivenes ideológicos, sino también del centrismo (segunda jubilación: la primera fue en 1958), por los franceses, se explica primero por la necesidad en épocas de crisis de esclarecimiento del panorama político. Como señala Alain Gerard Slama en su magnífica obra Los cazadores de lo absoluto: génesis de la izquierda y de la derecha: «a la hora de la verdad no hay ambidextros, sino diestros y zurdos».
Pero es que, además, esas épocas de crisis requieren la implicación, en un grado sumo, la máxima, integración y participación en el sistema social, de las dos grandes -y únicas- realidades que constituyen la derecha y la izquierda. Ahora bien, el centrismo es el mayor obstáculo para todo ello: no sólo su poca consistencia ideológica le inhabilita para la producción de soluciones claras y definidas (como dice Slama, «no es el gulag, pero sí un veneno sutíl que inocula lentamente la astenia a las sociedades democráticas y que por ello debe ser combatido»), sino que, sobre todo cuando está sobrerrepresentando (como hoy lo está, no sólo en Francia, sino en España), propende a bloquear el juego político normal de alternancia de la derecha y la izquierda, imposibilitando un grado mayor de implicación de las mismas, llegando incluso a incitarlas a la radicalización por marginación. No dice otra cosa el mismo autor ya citado en relación con este último punto, cuando afirma que «la dualidad de toda vida política comporta, ciertamente, inconvenientes, en la medida en que radicaliza la alternancia y en que permite el gobernar solamente sobre la base de una mayoría reducida. Pero permite también que cada bloque sujete sus extremos, en lugar de dejar que éstos queden abandonados a sus demonios. Ninguna situación es más explosiva que aquella consistente en oponer la aberración al buen sentido, la mala opción a la buena opción , y hacer la almagama de todo lo que no se sitúa en el centro para excluirlo del juego político. Cuando, concentrada en el medio del hemiciclo, la política no alcanza a ocupar las alas, desciende a la calle, (y) hay que ser diez veces sordo y ciego... para imaginar que... al rechazar todo lo que no sea razonable a las tinieblas de lo impensable, se salvará a la democracia» (Slama, 53).
II. La excepción a la regla
Que por todo lo anterior el centrismo haya sido jubilado, al igual que su mentor, no explica, sin embargo, por qué Francia se ha decantado por la izquierda en lugar de hacerlo, como hasta ahora todo Occidente, salvo Alemania, hacia el conservadurismo. La respuesta es, de nuevo, centrismo. Digamos las cosas con claridad: ya el centrismo (bajo la forma de los liberales del FPD) fue el que mantuvo deliberadamente a la izquierda en el poder en Alemania (a pesar de que se confirmaba, pese a todo, aquí támbién, el giro hacia el conservadurismo, al obtener bastantes más sufragios los conservadores de Strauss que los progresistas de Schmidt); ahora, en el caso francés, más claramente aún ha abierto de par en par las compuertas del poder a la izquierda: primero, porque la actitud suicida de intentar disponer del apoyo parlamentario de los gaullistas sin contrapartidas válidas y, al tiempo, recortar la fuerza electoral de éstos, así como la sensación de inconsistencia e inactividad repetida que daba la política centrista. de Giscard d'Estaíng, han provocado que parte de los gaullistas (que no son sino conservadores populistas) se abstuviesen, y otros, incluso, ante la perspectiva de una prolongación de una situación de inercia, votasen por la izquierda. Segundo, porque como no se derivaba certeza de cambio claro de una permanencia en el poder de los centristas, muchos abstencionistas hicieron otro tanto. Porque el hecho es que los franceses necesitaban un cambio, aunque fuese a contrapelo de la evolución general de Occidente. En esta disyuntiva, al quedar Chirac fuera del juego de la segunda vuelta, el cambio quedó personificado, exclusivamente, por Mitterrand. Resultado: el centrismo ha llevado a la izquierda al poder y las miradas de los demás europeos están puestas sobre lo que no dejará, como lo demuestra el pánico financiero, de ser una aventura de imprevisibles consecuencias.
III. El caso español
Todo esto se hubiera podido evitar si el centrismo francés hubiera llevado a cabo una política más firme y activa, y reconocido la necesidad, para realizarla, de apoyarse en los gaullistas (en vez de hacerles una guerra solapada, y si la majorité hubiese entendido claramente la ya inaplazable necesidad de una permuta de personas. Y lo cierto es que en estos aspectos, el caso español se va pareciendo cada vez más al francés, sólo que con la agravante de que aquí no existe, hoy por hoy, ni el equivalente de esa majorité ahora derrotada. Habida cuenta de la fuerza de arrastre del ejemplo francés, se avecinan días complejos a menos que salte, de una vez, el veto hoy existente, por parte de la UCD, a la transformación, de la mayoría electoral no marxista, no separatista, no ultra y no colectivista, en una mayoría primero parlamentaria y de gobierno, y después en una coherente coalición electoral. Esa es la opción imprescindible ya, si se desea preservar el actual modelo de sociedad. En todo caso, porque el centrismo ha perdido ya toda posibilidad de constituir una barrera eficaz, es urgente que se deje ayudar, si quiere ayudarse a sí misma ya España.
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