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Contra los liberticidas

Como un auténtico tifón, los terribles acontecimientos de estos días han barrido toda la actividad política normal y la han reducido a polvo. Política de acuerdo o de concertación, discrepancias sobre el ingreso en la OTAN, crisis económica, conversaciones sobre el paro, disensiones internas en los partidos, autonomías, divorcio e, incluso, el hambre en Andalucía se colaron velozmente por el agujero que grapo, etarras y otras malas hierbas hicieron a golpe de pistolas y bombas sobre nuestra convivencia. Apenas una semana después, el gran tema de las filtraciones periodísticas del sumario del 23 de febrero quedaba reducido a polvo. A pesar de que las acciones terroristas no pueden, desde antes del 25 de noviembre de 1975, considerarse una sorpresa, lo cierto es que, una vez más, se ha probado su efecto estupefaciente y paralizador sobre nuestro devenir histórico. El terrorismo ha sido, y es, el mayor neutralizante que este país ha tenido para la profundización de la democracia. Y sorprende que todavía a estas alturas estemos buscando los tres pies al gato del desencanto y explicación para la desmovilización cívica, buscando chivos expiatorios en los errores, por otra parte múltiples y muy importantes, de la clase política y de algunos aspectos de la real-politik llevado a cabo por ésta.Ello no supone reducir los problemas de España y de los españoles al tema terrorista. Objetivamente hay otros de una tremenda magnitud. Pero ninguno de ellos hubiera podido por sí mismo no sólo poner en riesgo la continuidad de la democracia, sino que tampoco se habrían creado los gérmenes de involución, derrotismo y desmoralización que, como una erucción de mal agüero, son evidentes en una parte de la población que, no lo olvidemos, vivió varias décadas bajo la falsa sensación de seguridad que le prestaba el manto psicológicamente protector del autoritarismo político y del paternalismo social. La oposición al franquismo se nutrió primordialmente de las vanguardias obreras y de los intelectuales. La represión, sobre todo desde finales de los sesenta, se hizo muy sutilmente selectiva. De modo que la sensación de inseguridad que el terrorismo propaga, acompañada de su mayor honda expansiva, como es lógico en un régimen de libertad de Prensa, debido a su trascendencia informativa, alcanza cotas y sectores cada vez más amplios. La democracia es víctima y no culpable del fenómeno terrorista. Pero es difícil que esto sea visto así por muchos que recibieron al tiempo su certificado de ciudadanía y un pliego de problemas y de riesgos que, salvo los períodos electorales (y con toda la ganga demagógica añadida que ellos conllevan), nadie después se ha encargado de explicar suficientemente. O se ha explicado, especialmente en el Parlamento, en términos estrictamente políticos cuando precisamente la política, como tal, tardará varios lustros en incorporarse al bagaje natural de los españoles. Los partidos han monopolizado el escuálido patrimonio y la falta de tejido social y de respuesta, cuando no el innecesario embarullamiento de ésta (como en el caso de las autonomías) ha hecho el resto.

Obsérvese lo significativo de que la calle ha respondido de manera ejemplar en las dos únicas ocasiones en que los partidos y las centrales sindicales han convocado a la población, y aun a sabiendas de las dificultades de una diferenciación nítida entre ambos términos, más en términos ciudadanos que políticos. Tanto el 27 de febrero como los dos minutos de silencio del 8 de mayo (y que suponen las mayores movilizaciones de la historia de este país) se plantearon no sólo unitariamente, sino como expresión de conciencia cívica. Una lección que partidos y políticos en general harían mal en echar en sacoroto. Porque, en definitiva, el terrorismo se plantea como una agresión, y lo es, a los deseos de convivencia y de respeto de la sociedad española en su conjunto. Y a su capacidad de desmoralización hay que responder, además de con las medidas políticas oportunas, que no es lo mismo que excepcionales, rearmando moral y cívicamente a la población. No dejándola sólo con sus miedos y sus traumas. El pueblo respondió con gallardía y con ganas. Que no vengan después los sabelotodo y los listos a decirnos que el planteamiento recordaba los plebiscitos de la dictadura, que ese no es tema.

Esta sociedad, más avanzada que sus políticos e intelectuales, lo que quiere es que la ofrezcan salidas airosas que sepan conjugar la seguridad, a la que sin duda tiene derecho, con la estabilidad que el terrorismo sacude periódica y cruelmente. Y para ello los esquemas estrictamente políticos se quedan estrechos. Hay que echar mano entonces a otros parámetros que complementen la acción de los partidos y que por diversas causas, explicables, pero no todas igualmente disculpables, se quedan no sólo cortas, sino también en el aire enrarecido de las palabras innocuas vacías de contenido. Cuesta trabajo, por ejemplo, creer que las Fuerzas Armadas, cuyo aislamiento y soledad no se deben únicamente a razones de naturaleza sociológica, hayan permanecido insensibles ante la manifestación de millones de personas en el más estricto silencio. Dos minutos son muy pocos. Pero no son desdeñables como pilar de un puente (sociedad civil, estamento militar) que o se establece de una vez o todo se irá definitivamente por la brecha abierta por el terrorismo.

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Para situaciones de emergencia como la que estamos viviendo no sirven los cauces políticos consuetudinarios. El gueto en que la clase política vive se ha evidenciado de manera notable en estos días. Y no digamos ya una parte de la instalada en el poder que no ha tenido la menor vergüenza en hacer privada confesión de derrota, como se evidencia en esos famosos confidenciales sólo aptos para quienes viven del erario público, transmitiendo una sonrojante atmósfera de entreguismo propicia al golpismo y a los golpistas. Y es que no es verdad que la historia enseñe nada. Los liberticidas de ETAm, o de los GRAPO, y ese es su nombre y no sólo el de asesinos, no están solos. Les acompañan quienes están propagando el irrespirable clima del rumor, el abandonismo y de una derrota de la democracia que todavía no se ha producido. Y que es su obligación evitar. Por eso resulta fundamental que los partidos se acuerden de la calle aunque no estemos en ningún proceso electoral y si es que se quiere que vuelva a haber alguno. El terrorismo no es una agresión contra un sistema político determinado. El error del Gobierno y de los partidos es personalizarlo, cuando, por el contrario, lo que hay que hacer es que el pueblo se enfrente con él. Como con el golpismo, que no va contra los errores que hayan podido cometer los políticos, sino contra un sistema global de libertades. De ahí lo superfluo de algunas «rectificaciones» de última hora. Contra los liberticidas, de uno u otro signo, sólo hay una medicina: crear una dinámica de libertad que haga al pueblo protagonista incluso frente a la agresión y al terror. No hay otro camino.

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