El socialismo
El socialismo, bien en su forma ecumenizada -marxismo-, bien en cualquiera de sus variantes derecha/ izquierda, es el tema de nuestro tiempo, desde las fantasías de Ray Bradbury a la victoria de Mitterrand.He escrito algunas veces (y hace poco se lo decía yo a Areilza) que la derecha está secretamente enamorada de la izquierda. En puridad, todas las euroderechas, todas las puestas al día trilaterales, todo el capitalismo de rostro humano y todas las democracias burguesas, sean cristianas o arrianas, no nacen sino del robo político y la aplicación práctica de los programas de la izquierda en su parte más reciclable. Veo en el Martín La mujer araña, de Manuel Puig, con Juan Diego y José Martín. Lo que da cimiento, sciporte, médula y dirección a una historia de seducción homosexual es el encuentro de dos marginaciones sociales: la revolucionaría y la homosexual. Sin la épica social implícita o expresa, se vendría abajo todo el teatro de nuestro tiempo, de Arthur Miller a Brecht, de Buero a Albee, como, por supuesto, se ha hundido todo el teatro que, aun siendo excelente (Giradoux, Anouilly, Claudel), no ha contado con ese soporte. El triunfo de Mitterrand, pues, no es un azar de la política ni un apocalipsis ateo de la dere cha campante y rampante, sino el monstruo comunitario de mil cabezas con boina que cada cierto tiempo asoma a la superficie del lago Ness, un lago burgués/romántico como todos los lagos. Socialdemocracia, democristianismo, neocapitalismo, neocatolicismo, neoliberalismo, todos los rápidos y corrientes que cruzan nuestro fin de siglo son variantes aminoradas de lo mis mo, males menores de un bien mayor y eucarístico: la concien cia social del hombre moderno, que está en un romántico antidemócrata -Baudelaire- y se monumentaliza en Marx: el último romántico.
Viene a Madrid Giorgio Bassani, autor italiano que fue repentinamente famoso con El jardín de los Finzzi-Contini. El proustianismo pavesiano de aquel libro no hacía sino servir la poderosa conciencia social de la nueva Italia, que las tramas neras, rojas y rosa vienen deteriorando desde hace años. La cuestión social, cuya concreción política es el socialismo (pero también puede ser otra), es la religión de los últimos siglos, la conciencia secreta que hace que las derechas tengan mala conciencia. Lo social no es sólo una ética, naturalmente, sino también una estética (y para nada me ocupo ahora de la estética socialrealísta, que iguala los murales fabriles de Rusia con las portadas del Blanco y Negro de los años diez). La estética de las multitudes, inaugurada por Allan Poe precisamente en El hombre de las multitudes, e inmediatamenté expresada por Baudelaire -«en una reunión pública, cada uno disfruta de los demás»- es la que hace que el Guernica de Picasso, las dulces bestias monumentales de Henry Moore, que hoy se apacientán en el césped municipal del Retiro, o las inmensas superficies febriles de Pollock sean carta particular a las mayorías sin dejar de ser postal personal para cada uno de nosotros. La victoria de Mitterrand, pues, no es nada apocalíptico, sinaítico, revolucionario, no es la toma del Palacio de Invierno en primavera, sino la emergencia natural y periódica, la asunción del socialismo con bufanda en el corazón/ acordeón de Europa: París. El neolaborismo británico y el radicalismo italiano son mutantes imaginativas de una dialéctica individuo/sociedad que es el diálogo fundamental, la conversación y la reconversión del fin de siglo.
Me llamaron de París para darme la noticia nada más producirse el telegrama de felicitación protocolaria de Giscard. La derecha, sí, está enamorada de la izquierda, e incluso los nazismos nacieron como socialismos. Nuestra ucedé, tan desvencijada, no ha sabido ni saludar la victoria de Mitterrand. Nacho Camuñas ha estado a la altura de sí mismo. El resto de nuestra derecha, tampoco.
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