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Paraiso encerrado

Ya está el palacio en pie, ya se alza por encima de los pardos tejados que lo ciñen. El gran patio, concluido apenas, se ha preparado fingiendo el jardín que aún falta con granados naranjos y macetas. Los pasillos cubiertos de azulejos, las cámaras que imitan la espesura de afuera, los salones donde brillan en oro los escudos de infinitos reinos, lucen o apagan su esplendor repentino de suelos cubiertos con alfombras de junco, de muros sin revocar aún, escondidos tras bordados reposteros. Al fondo, dando la espalda a una espesura que en ocasiones sirve de decorado natural, se abre el teatro, cuyo escenario debe llenar con su oficio y rigor el gran Cosme Lotti, creador de complicadas escenografías. El tal Cosme ha venido de su tierra natal arrastrado por el fervor que en el público y la corte despiertan las comedias de fantasía, con su habitual despliegue de montarías y bosques. El texto es lo de menos; lo importante, lo que más llama la atención, son los trajes, la música, la pirotecnia que alumbra, en las noches del Buen Retiro de Madrid, otros palacios aún más costosos que los de adobe.El salón del teatro, todo pintado de oro, se abre a todos a veces; pero, por lo normal, El vellocino de oro o La conquista de Orán sólo se representan para invitados reales. Seis grandes cirios sobre enormes candelabros de plata alumbran las hazañas que el rey contempla inmóvil, sin apenas moverse, sólo vivos sus ojos bajo la piel lustrosa y cenicienta. Las infantas, en sus aposentos, más allá de las rejas que a la vez las celan y defienden, escudriñan los bancos cubiertos de tapices, tal vez soñando empresas y aventuras como aquellas que los actores, entre versos, viven. Entre meriendas, refrescos y regalos, la jornada dura cinco o seis horas. Allí se escucha a los autores de moda: Rojas, Solís, Mendoza; más, sobre todo, a Calderón, cuyas obras requieren a veces complicadas mutaciones. Tan sólo él sabe, por encima de tanto prodigio, de tanta caña, pintura y cartón, mantenerse a la vez cerca y lejos de su arte; los otros sólo sirven espectáculos.

De todo ello, ¿qué piensa el autor? Nadie como él ha conseguido a un tiempo el fervor apasionado de la gente de a pie y el favor anticipado de los reyes. Sólo Velázquez, pintor de cámara el mismo año en que él escribe su primera comedia, conocerá tal ascenso fulgurante, mas sus batallas quedarán casi siempre en los salones de palacio. En apariencia, la vida de ambos corre sin graves sobresaltos. La juventud de Calderón, sus duelos, muertes en defensa propia y en la de su hermano, quedaron como leves pecados; luchará dentro y fuera de España; capellán en Toledo y de su majestad, aún tendrá tiempo de reconocer a un hijo, elevándole del rango de sobrino.

Dramaturgo oficial, la vida de la corte le conmueve poco. Poco se deja ver más allá de los muros de su casa, que es fácil imaginar parecida a la, de Lope. Sus vidas corren, si no parejas, paralelas, consecuencia una de otra, al menos en lo que a teatro se refiere. Su hogar, lleno de libros y pinturas, vendrá a ser, como siempre sucede, paraíso encerrado, solar de soledad, rincón donde se deja a un lado fama que con el tiempo crece, agravios que los días borran. Su más de medio siglo junto al rey y a la vez como monarca de la escena no han hecho sino volver sus sueños más huraños. Encerrado en su torre de ladrillo y orgullo, como el mismo real sitio para el que tanto trabajara, es difícil aún hoy sacar a la luz leves destellos de lo que fue su vida verdadera. En el ojo de un huracán de farsas, dioses, fe y honores, sus versos apenas dejan escapar un suspiro en el que asome un corazón partido en dos entre el mundo de Lope y el universo ciego de los símbolos. Razonador en vida. no dejará de serlo cuando su personaje favorito hace sonar en la penumbra de su alcoba su paso quedo y leve. Entonces, en la postrer entrega de su prosa, hallándose «sin más cercano peligro de la vida que la misma vida y en su juicio entero y cabal», pide ser enterrado sin pompa para expiar pasadas vanidades.

Puede que en aquellos momentos de solemne desengaño, frente quién sabe qué culpa, entre la fe y el arte, este príncipe de la duda constante volviera el rostro, ya que no la pluma, hacia la realidad de su definitivo desenlace. Tal vez volvieran entonces aquellos juegos improvisados por encargo de Felipe IV, aquella Creación del mundo, con un Vélez de Guevara interpretando al Padre Eterno, un Moreto convertido en Abel y el mismo Calderón, joven Adán, para solaz y regocijo de otros tiempos pasados y mejores.

Pero el rey ya no está. El viento de los débiles se lo llevó consigo entre arrepentimientos, dudas y graves sobresaltos. El país, por su parte, tampoco va mejor. La dinastía se agota y, a lo lejos, Luis XIV amenaza como siempre. Pesimismo y desengaño no son palabras ya, sino fechas, nombres. Públicas vanidades y reales tragedias empañan ahora el cielo de Madrid. Hasta los muros de su Buen Retiro llegan las cuentas, impagadas aún, de reveses y glorias, del teatro y del parque, de Cómicos, artesanos y, pintores. Incluso está en el aire el precio de esa estatua en la que, al otro lado de la modesta puerta, un rey jinete con su cetro en la mano ve pasar a su lado el tedio, el desaliento, el desencanto, el ímpetu frustrado, la fatiga de un reino camino de su fin, más allá de la villa, por las rutas de Europa y los mares de América.

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