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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los cien días de Reagan

CUANDO FRANKLIN D. Roosevelt se hizo cargo de la Presidencia de Estados Unidos en 1933, prometió un amplio plan de reformas, para el que se fijó un límite: cien días. Lo cumplió exactamente. Desde entonces, los cien días forman parte de la tradición política -sin que supongan ni obligación ni plazo-, y se supone que en ese tiempo un nuevo presidente goza de una indulgencia crítica que le permite crear las bases de la situación que va a desarrollar después; y se le piden una serie de definiciones y programas muy concretos. Reagan ha celebrado su centésimo día de una manera espectacular: se ha presentado ante el Congreso por primera vez después del atentado y ha recibido las ovaciones, que no son tanto una adhesión a su persona como una manifestación a favor de la institución, en homenaje al poder civil y democrático, herido por la violencia y lo irracional.Sin embargo, podría decirse que lo más importante para Reagan en sus cien días ha sido este atentado como base de una reanimación psicológica de la nación y como capaz de ampliar su margen de confianza. Cualquier otro balance es dudoso. El plan económico que iba a defender habrá de pasar todavía por la criba y la discusión de los congresistas, y después, si se aprueba -se supone que los recortes van a ser mínimos-, enfrentarse con la realidad que trata de revolucionar. Su alcance es grande: es la primera corrección seria y profunda que se trata de hacer al modelo de sociedad rooseveltiano, que ha prevalecido desde hace casi cincuenta años: reducción de impuestos (sustrayendo de ellos lo que se dedicaba al «cambio social» o a la disminución de desigualdades), eliminación del dirigismo estatal sobre mercados y empresas, pero no reducción de los gastos del Estado (aumento de presupuestos militares). La idea de que ésta era, a grandes líneas, la dirección económica de Estados Unidos que precipitó la catástrofe económica de 1929 no deja de preocupar a algunos expertos. Las tesis de Reagan y de los consejeros que le han preparado este plan, que ya ensayó como gobernador de California -pero un Estado federal no es toda la nación, y el ensayo no pudo nunca traspasar las leyes generales-, están seguras de que este regreso a la pureza del capitalismo generará puestos de trabajo, aumentos de salarios, reducción de la inflación y un impulso a la economía. Se verá.

En otros campos, la intensidad de los cien días no se ha demostrado tampoco. Está en el aire el tema esencial de las relaciones con la URSS: no sólo no son más ásperas que en los últimos tiempos de Carter, sino que la decisión de levantar el bloqueo de la venta de granos parece incluso que la dulcifica (aunque esta es una medida de otro carácter: ayudar a los cultivadores cuya producción no tenía salidas al buen precio pagado por la URSS, y acabar con la carrera de ventas a la Unión Soviética por parte de otros países que no se sintieron obligados por el embargo). El abandono de la filosofía de los «derechos humanos» con respecto al Tercer Mundo y su sustitución por un sistema de premios y castigos, según el comportamienta de los países necesitados, ha producido hasta ahora más irregularidades y confusiones que resultados concretos. Los aliados exteriores siguen haciendo toda clase de esfuerzos para escapar a las presiones para que formen un bloque más conglomerado de lo que era hasta ahora, y la dirección de la política exterior sigue estando mal compartida por los varios responsables de ella.

Queda bastante claro que las bases puestas en estos cien días son insufientes, pero también que Reagan ha ganado un prestigio mayor que el que tenía antes del atentado, y que no vacila en explotarlo. No vacila en explotar nada, y en este mismo discurso de reaparición ha sido capaz de hablar de «la fe y el sueño», y ha presentado como grandes valores de la sociedad -para negar que esté enferma- su capacidad de producir «hombres como los que han regresado del espacio o como el agente que interpuso su cuerpo entre una bala y mi cuerpo.

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