_
_
_
_
Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La fragilidad de la democracia/1

La fragilidad actual de la democracia española, obviamente, no proviene de los acontecimientos del 23 de febrero. La intentona tan sólo puso de manifiesto, una vez más, la debilidad congénita de las instituciones democráticas en España. Una democracia frágil teníamos antes y seguimos teniendo después de esta fecha lamentable. Lo único que probablemente haya cambiado sea la conciencia de esta fragilidad: ahora no cabe ya esconder la cabeza debajo del ala y hacerse falsas ilusiones -encantamiento al que tenía que seguir e consabido desencanto- sobre el margen de acción posible. Harto limitado fue en el período clave de 1976-1977, y el éxito de la operación democracia, dirigida desde el poder por una parte de la clase política del franquismo, no tenía por qué ser de buen agüero. La institucionalización de la democracia en la legalidad, sin traumas ni rupturas, fue, evidentemente, la única forma posible; pero también la marcaba con una debilidad intrínseca. Después de una terrible guerra civil y cuarenta años de dictadura, no cabía más que una democracia frágil, pero cualquier demócrata consciente y responsable no podía y no puede hoy, más que preferir una democracia débil a ninguna. Este es el verdadero dilema que ha ido marcando nuestros pasos en los difíciles años de la transición.Nada se entiende de los sucesos políticos cotidianos sin una perspectiva histórica de largo alcance. El repetido malogro de la democracia a lo largo de los siglos XIX y XX tiene causas muy diversas, que se inscriben todas en el fracaso de la modernidad: España se aisla de Europa a la hora en que ésta desarrolla el capitalismo, la sociedad industrial y su correspondiente estructura política, el Estado democrático de derecho. Las guerras civiles resultan, en último término, de la existencia de fuerzas sociales -en cada período histórico distintas- que no están dispuestas a aceptar la lógica de la moderna sociedad capitalista, con las instituciones políticas y el espíritu de libertad y de tolerancia que aporta una burguesía, entre nosotros débil y, sobre todo, repartida de forma muy desigual entre las distintas regiones españolas. El nacionalismo periférico, que se constata desde la segunda mitad del XIX, primero en Cataluña, algunas décadas después en el País Vasco, pone de manifiesto una modernización industrial capitalista en algunas pocas regiones periféricas, con caracteres muy particulares en cada una, sin alcanzar ala mayor parte del país. Parte de la burguesía periférica se hace nacionalista al no poder conectar con el Estado central, que se identifica con la sociedad agraria tradicional que lo sostiene.

La II República fracasa en el intento de modernizar el Estado y la sociedad. Dividida España en dos mitades irreconciliables, al anteponer cada una su proyecto social -cambios profun dos revolucionarios o mantenimiento incólume del modelo agrario tradicional- a cualquier forma de institucionalización democrática, que permita negociar las diferencias, no queda otra salida que la guerra fraticida. El proceso imparable de modernización llega, por fin, a partir de 1959, en la segunda etapa del franquismo, pero con caracteres muy peculiares y en un contexto social y político que difícilmente puede considerarse positivo para un ulterior desarrollo democrático.

De muy diversa índole son los factores que fragilizan a la democracia en esta tercera experiencia en nuestro siglo, después del fracaso de la restauración y de la República. El factor genérico que da razón de los repetidos fiascos es la falta de un desarrollo autónomo de la sociedad industrial capitalista, por un lado, y del Estado moderno, por otro. Tanto en la sociedad -modo de vertebración, mentalidad, formas de vida- como en el Estado -funcionalidad, eficacia burocrática, universalidad- encontramos todavía elementos inadecuados o impropios de una sociedad y de un Estado modernos. En los momentos de crisis, los españoles somos cabalmente conscientes del lastre histórico que arrastrarnos con nuestra tan cacareada peculiaridad, que si lo es frente a la Europa piloto, lo es mucho menos en relación con otros países de nuestra órbita cultural, también con estructuras básicamente premodernas.

La falta de modernidad se hace patente en el predominio de lo particular -en el particularismo- que caracteriza tanto a la sociedad cómo al Estado. Si el español vive lo social enmarcado en su perspectiva familiar, circulo de amistades y, todo lo más, gremio y profesión, y no cree que valga la pena luchar por nada más abstracto o universal, que rebase su horizonte de intereses particulares, el Estado sigue constituyendo un conglomerado de cuerpos con mentalidad e intereses particulares: el funcionario, lejos de sentirse servidor de la universalidad abstracta que supone el concepto moderno de Estado, se considera, como en el antiguo régimen, propietario particular del puesto que ocupa, celoso, sobre todo, de sus competencias, privilegios y demás derechos adquiridos.

Tanto en la sociedad como en el Estado, privan las relaciones particulares -a pesar, o más bien, justamente a causa de las ceremonias públicas de los concursos y de las oposiciones-, sin que haya calado la universalidad propia de la sociedad moderna. Cualquier abstracción -libertad, democracia- nos dice tanto como fuere su utilidad desde la perspectiva particular de cada uno. La modernización franquista trajo un proceso de industrialización y de urbanización, que, lejos de cuestionar los intereses particulares, los instrumentalizó a su servicio. Se configura una clase obrera que ve aumentar los puestos de trabajo y los salarios, sin correspondencia visible con su grado de asociación y capacidad de lucha, ambas prohibidas, pero a la que se concede, como único privilegio, la permanencia en el puesto de trabajo, una vez adquirido, sin relación muy estrecha con la habilidad, el saber o el esfuerzo. El franquismo convirtió en funcionarios en potencia a todos los ciudadanos con el ideal de un puesto seguro, que además no exigiese demasiada intensidad en el trabajo. Al Estado se le perdona que absorba todas nuestras libertades -se supone que son abstracciones que no sirven para nada- a cambio de que nos garantice una vida tranquila con un modesto pasar. El Estado está ahí para cubrir nuestras necesidades; si cumple, estamos dispuestos al mayor servilismo y devoción.

Lo que distingue, en cambio, a la clase dirigente en la sociedad moderna es su capacidad de actuar en virtud de algunos valores universales con los que se identifica plenamente: la verdad, la justicia, el, bien común. Esta dimensión de universalidad define a las minorías dirigentes en cada una de las profesiones o esferas sociales: no es ya su interés particular, sino la realización de ciertos valores, lo que mantiene su esfuerzo. En Europa se respetan estas minorías que, en cada sector, cuentan con autoridad. En España, salvo honradísimas excepciones, pocos tienen autoridad por sí, y nadie duda de que los que ocupan los cargos lo hacen por propia conveniencia, aunque luego la realidad no sea tan terrible oomo se supone. En una sociedad premoderna que desconoce la universalidad como criterio de conducta, siempre hubo dificultades con las minorías dirigentes. A su tradicional debilidad hay que anadir la persecución que sufrieron en el franquismo, obligadas a elegir entre un cinismo realista -es decir, a renunciar a su universalidad- o la más absoluta marginación, perdiendo el carácter, si no el de minoría, sí el de dirigente.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

A su vez, la modernización de la economía se produce arrastrada desde fuera, casi contra la voluntad del sistema: desarrollo capitalista dependiente. La estructura industrial resultante, basada en los intereses particulares internos y los universales extraños, se muestra inviable al llegar a un determinado grado de crecimiento y arreciar vientos de crisis. Lo que ha dejado atónitos a mis compatriotas no fue el que el aparato ideológico y sindical del franquismo se derrumbara como castillo de naipes -pocos lo tornaban en serio-, sino el comprobar que la infraestructura económica heredada era poco sólida. Si la gente no creyó demasiado en los símbolos del franquismo, sí lo hizo, y firmemente, en los nuevos productos de consumo -el coche utíliItario, los aparatos electrodomésticos-, con los que se identificó el régimen en su última etapa. Podrán establecerse las más estrechas conexiones entre el modo de crecimiento franquista y la crisis que estamos sufriendo; pero para mucha gente queda la imagen del franquismo vinculada a la expansión económica, y el origen de la crisis, a la muerte del dictador.

La debilidad de la democracia se inserta en un amplio espectro de causas, que convergen en mostrar el particularismo dominante en la sociedad y en el Estado, que corresponde globalmente a su carácter premoderno. Especial énfasis hay que poner en el hecho de que, después de varios intentos fallidos, el último conato de industrialización se produjese en el franquismo, haciendo patente que si bien cabe un crecimiento económico desprendido de los demás factores sociopolíticos de la modernidad, éste no se sostiene por sí mismo ni camina automáticamente hacia las demás formas sociales y políticas propias de una sociedad industrial en plenitud. De todo ello hemos tenido experiencia cabal en estos últimos años.

Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín y secretario de cultura de la ejecutiva federal del PSOE.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_