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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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Los huevos de oro

Según me cuentan unas señoras bien, hay una suscripción espontánea de señoras bien -¿otras o las mismas?-, aquí, en Madrid, para regalarle a Tejero un par de bolas ovoidales de oro macizo. Senillosa me cuenta que el maestro José Pla, cuando estaba hospitalizado, recientemente, escapaba del hospital y se reunía con él en algún lugar desconocido para saltarse a medias la ley seca. Entre whisky y whisky, Pla le dijo a Senillosa:-Querido Seni, noto que estoy viejo y me fallan las piernas, porque, si no me fallasen las piernas, habría ido a Madrid con una escopeta para enfrentarme a ese Tejero.

Del gran pintor Lucio Muñoz, mi amigo entrañable, que además me presta su bella gata siamesa, de mirada bizca y azul, como una princesa persa, para consolar el corazón solitario de mi Rojito, de Lucio, digo, lo tengo escrito todo, y poco hay que escribir después de la magistral crónica de Calvo Serraller, en este periódico, a la actual exposición del gran abstracto en Juana Mordó. Sólo que frente al testiculario aurífero de los Tejero se alza el lirismo humilde y artesano de los Lucio Muñoz, entre Zurbarán y el carpintero del barrio. Dos Españas, sí, qué le vamos a hacer, salvo intentar que la España pensativa, imaginativa, creativa, de los Lucio Muñoz llegue a persuadir a la España genesíaca y balística de los Tejero. Entre unos y otros, el coraje literario de un anciano genial, de un escritor singular, de un liberal moderado y lúcido: Josep Pla. Tejero, con trescientas visitas diarias -sospecho que siempre las mismas- en su prisión de Madrid, un envío diario de mariscos patrióticos y, ahora, en El Ferrol, Ferrol ya no del Caudillo, sino de Tejero, un jubileo bizarro que no tuvo Napoleón en Santa Elena.

Los huevos de oro, el tópico mal entendido, mineralizado, el honor nacional, territorial (cuando tanto territorio hemos entregado indolentemente a los yanquis, a los especuladores, a Banús), ese honor de duelo y retórica que Berlanga esperpentiza en su último filme. Mi gato está especialmente dotado y, pese a ello, se comporta de manera exquisita, cortés, como en un mudo ballet, frente a la dulce gata de Lucio Muñoz, cediéndola siempre el plato cuando se acerca a comer. Ser macho no es sólo una cuestión ovoidal o aurífera. Y mucho menos ser español. Las modernas de ahora, pasotas o no, saben que un español no es necesariamente un macho y, por supuesto, que un macho no es necesariamente un español. Se han dado casos hasta en Escandinavia de caballeros «marcados en la ingle con un fruto», como Miguel Hernández, que era un claro miliciano de rocío. En la calle del Comandante Fortea está el árbol más viejo de Madrid, «el Capitán», que tiene dos siglos, y a mí me ha echado sus dos siglos de sombra en los veranos largos y trágicos que allí viví. Ahora, el Ayuntamiento le está limpiando la carcoma. El árbol, macho y hembra, y concretamente este árbol, se nos hace metáfora municipal de cómo hay que entender la edad, el tiempo, el erguimiento, la dignidad, la fortaleza, la flor y el fruto. Los árboles mueren de pie, como dijo Casona. Cuántas formas de varonía más ricas, fecundas, pacíficas y genesíacas que la de entrar en un Parlamento de poderes inermes con doscientos hombres armados.

Pero aquí quienes todavía siguen demagogizando con «el oro de Moscú» insisten en acuñar el honor y la honra mediante elipses macizas en oro y por parejas. Nuestra sociedad, tan pudenda, tiene tabuizados, precisamente por eso, los órganos reproductores. Es el culto inculto a la genitalidad. Por un facsímil de El Sol veo que Milans del Bosch ya participó, con diecisiete años, en lo de Sanjurjo. Ahora el oro circula en iconografía testicular. Otras familias, más discretas, se lo llevaban en medallas a Suiza.

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