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Un militar poco diplomático

A sus 56 años, el general retirado Alexander Haig gusta de amenazar con tirar todo su brillante pasado por la borda y dar el portazo. El flamante secretario de Estado de Ronald Reagan ha llegado, incluso, a redactar su carta de dimisión ante la preeminencia dada al vicepresidente, George Bush, en previsión de una situación de emergencia.Pero, hasta el momento, sus iras se han disuelto en agua de borrajas y el número uno, el vicario de la política exterior de Estados Unidos (así se lo confirmó el presidente desde su lecho de convaleciente, tras el atentado del pasado 30 de marzo) ha recorrido Oriente Próximo en busca del consenso antisoviético, y ahora llega a Madrid para intentar deshacer uno de sus pocos diplomáticos entuertos: el haber afirmado, cuando España aún no sabía si al día siguiente se levantaría bajo el signo de la democracia o de la dictadura, en pleno intento de golpe de Estado, que lo que ocurriera en nuestro país era asunto de la exclusiva competencia de los españoles.

Cuando Henry Kissinger era la mano derecha de Richard Nixon, allá en 1972, Al Haig era conocido entre sus colaboradores como el Kissinger de Kissinger. Tras ser su adjunto al frente del Consejo Nacional de Seguridad (CNS), el entonces coronel Haig inició su ascenso hacia el máximo estrellato. Nixon saltó por encima de las aspiraciones de 240 altos mandos militares y colocó, de la noche a la mañana, las cuatro estrellas del generalato en la solapa de quien acabaría ejerciendo la presidencia en funciones en tanto que la serpiente del escándalo Watergate engullía al inquilino de la Casa Blanca.

Fue el propio Haig quien, en julio de 1974, como jefe del staff de la Casa Blanca, orquestó la dimisión de Richard Nixon, quien le convenció para que tirara la toalla, quien comentaba con las visitas que esa era la mejor salida que tenía el presidente.

En todo momento ha hecho gala Alexander Haig de sus orígenes militares. Miembro número 214 (entre 310 alumnos) de la promoción de 1947 de la academia de West Point, ayudante de campo del general Douglas McArthur, en la guerra de Corea, fue ascendido a coronel en plena contienda vietnamita, en 1967. Y jamás dudó en defender los bombardeos masivos sobre Vietnam del Norte y Camboya.

Al llegar Gerald Ford a la Presidencia -a raíz de la estrepitosa salida de Nixon-, y tras valerse de Haig para consolidar su posición en la Casa Blanca, el ahora secretario de Estado se vio recompensado con el más alto cargo militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte: jefe supremo de las fuerzas de la OTAN en Europa, que conlleva el mando, asimismo, de todas las tropas norteamericanas en el viejo continente. Lo cierto es que dejó bastante buen recuerdo entre los aliados, aunque nadie olvida sus drásticas declaraciones contra una posible inclusión de los comunistas en el Gobierno italiano.

Cuatro días antesde abandonar Bruselas, en 1979 (por disentir prácticamente en todo con el ya presidente demócrata Jimmy Carter), el general fue víctima de un frustrado atentado terrorista. Fue entonces cuando optó por abandonar el Ejército y pasarse a la empresa privada, concretamente a la United Technological Corporation, firma especializada en fabricación de armamento. Como telón de fondo estaba su deseo de acceder a la Presidencia de Estados Unidos. La insuficiencia del apoyo con que contaba le obligó a desistir de su empeño, inclinando su influencia a favor del ex actor y ex gobernador de California, Ronald Reagan.

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Al recordar el tipo de persona que Kissinger buscaba cuando le designo para el CSN, Haig (quien también es licenciado en Asuntos Internacionales por la Universiad de Georgetown) se autodefine con estas clarificadoras palabras: «Un militar que no es el clásico intelectual militar, sino, ante todo, un oficial que ha estado en el frente, pero con una experiencia político-militar». Desde que el 16 de diciembre de 1980 Reagan anunció su propósito de nombrar a Haig titular de la Secretaría de Estado (ambos coinciden en la necesidad de arbitrar una nueva estrategia para contrarrestar el creciente poderío bélico de la URSS), el general-político-burócrata no ha cesado de dar traspiés, en su deseo de definir y acotar su territorio frente a los restantes miembros de la Administración.

La gota que colmó el vaso, y que podría acarrearle fututos problemas, fue la frase pronunciada en la sala de Prensa de la Casa Blanca minutos después de que Reagan recibiera el balazo en el pulmón: «As of now, I am in control of the White House». No sólo lo dijo, con voz temblorosa y denotando una fuerte crisis nerviosa, sino que así parecía creerlo; entendía que era su misión tomar las riendas del poder. Simplemente, Haig se pasó. En caso de crisis, y muy a su pesar, el vicepresidente y el ministro de Defensa mandan más que él, por obra y gracia de una reciente orden presidencial. O Haig aprende esto o su carrera al frente de la nueva diplomacia norteamericana acabará bruscamente un buen día.

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