Los poderes de Haig
APENAS TRANQUILIZADO por las declaraciones de Reagan considerándole su principal consejero de política exterior», el secretario de Estado, general Haig, debe estar comprendiendo- ya lo que había empezado a intuir en enero: que su papel no va más allá, de lo que ha sido el de secretario de Estado en las presidencias anteriores, un hombre limitado, apresado entre los intereses,y la dirección de otros departamentos, carcomido por los poderes y la decisión del gran santuario.., de poder que es la Casa Blanca. No era eso lo que le habían prometido. Haig pudo leer, al hilo de las declaraciones de Reagan en la campaña, y de sus conversaciones con él, que la política exterior comprendía, lisa y llanamente, «todo cuanto sucedía más allá del océano». Iba a ser un superministro que pudiera coordinar desde los movimientos militares hasta las importaciones, pasando por la ayuda al Tercer Mundo. No parecía conocer suficientemente al presidente Reagan, que difícilmente -puede tolerar un poder paralelo; y menos el poder de un hombre que quiso ya ser presidente y que aspira a serio en 1984, en el supuesto de que Reagan, por edad y salud, no opte a la reelección, pero que tiene otro candidato, el actual vicepresidente, George Bush, al que parece preferir no se sabe si Reagan o el Partido Republicano: su rápido ascenso en estos días, hasta nombrarle -gota que ha desbordado la cólera fría de Haig- director del «comité de crisis» es buen síntoma de ello.Haig se ha encontrado, primero, con que ni el Pentágono -ni el Departamento del Tesoro estaban dispuestos a ceder en sus derechos y en sus decisiones propias. Ni la CIA: el nuevo director, William Casey, le indicó, desde su primera entrevista, que la CIA no era un organismo dependiente del Departamento de Estado, sino,de un comité interministerial, y que en muchas decisiones tenía autonomía; quizá no tanta como cuando se llamó a la Central «gobierno dentro del Gobierno», pero las suficientes como para no dejarse manipular por el secretario de Estado.
El 26 de febrero, el portavoz de la Casa Blanca anuncié oficialmente que se iban a crear tres grupos de trabajo para la política exterior; uno estaría dirigido por Haig; otro, por el secretario de Defensa, Weinberger, y el tercero, por el director de la CIA, Casey. Una persona iba a coordinar los tres grupos: Richard Alien, consejero de la Casa Blanca en asuntos de seguridad nacional. Fue una puñalada para Haig. Estaba seguro de que la personalidad gris de Allen no iba a proporcionarle un enemigo, y que no sería capaz de desempeñar el papel de sus antecesores en el cargo, Kissinger o Brzezinski, que en su momento fueron desestabilizadores de los secretarios de Estado. Allen tiene su propia vocación de grandeza y personalidad, y pronunció su primer discurso sobre política exterior: no se distanció demasiado de las tesis de Haig -porque, en definitiva, son las de Reagan-, pero las hizo suyas; incluso fue duro con Europa occidental, lo cual ya no está en la «linea Haig», que no quiere perderlas amistades políticas que hizo en la época de su jefatura de la OTAN.
El golpe más rudo ha sido, finalmente, el nombramiento del vicepresidente Bush como manager of crisis: el hombre que debe manejar, dirigir, tratar las crisis mundiales. En este caso, Reagan cumple una promesa electoral: la de que su vicepresidente no sería un hombre sin rostro -como es tradicional en la política americana, aunque ese rostro haya podido colorearse rápidamente en casos de fallecimiento del presidente: Truman, Johnson...-. Sobre todo, inclina hacia Bush la posibilidad de sucesión en un momento determinado: es decir, si él renuncia a la reelección. Pero es una solución que no funcionará: ¿quién decide, y cómo y cuándo,.que asunto exterior se ha convertido en crisis? Y si ésta es cierta, ¿no es lógico suponer que la peor manera de responder a una crisis de forma contundente y enérgica es organizar un comité?
Nada de esto es del todo nuevo en la política americana. Salvo en el caso muy especial de Foster Dulles -en los tiempos en que formaba triunvirato con Nixon, vicepresidente, y Eisenhower, presidente-, ningún secretario de Estado ha acumulado el poder absoluto de la política exterior. Su papel real es el de jefe de la diplomacia. Su definición oficial es la de encargado, bajo.la dirección del presidente, de dirigir a los embajadores y cónsules de Estados Unidos y de relacionarse con los representantes de las potencias extran eras acreditadas en Estados Unidos, y de las negociaciones de cualquier carácter relativas a los asuntos exteriores de Estados Unidos. Es evidente que la naturaleza de la influencia de Estados Unidos enel mundo, de su textura imperial, no puede poner en manos de un solo hombre todo lo que esa nación representa ante las demás, amigas o enemigas. Las sucesivas divisiones de poderes, la existencia de comités y consejos de seguridad, el reparto de responsabilidades entre departamentos y, finalmente, el doble personaje de repuesto que guarda siemipre la Casa Blanca en forma de consejero no son frutos- de una degeneración de la autoridad, sino precisamente, un sistema para equilibrar poderes y dejar las responsabilidades finales en las manos del presidente; y en cómo actúe el presidente reside que este sistema sea débil o sea eficaz.
Solamente que Haig no lo creyó así. No ha podido evitar el comentario de que acogía el nombramiento de Bush «con la natural falta de entusiasmo». Quizá su misma ambición, su entusiasmo por sí mismo y por su futuro hayan podido acelerar las clásicas divisiones del sistema de política exterior y la merma continua de sus poderes. Porque parece que si, en cualquier caso, es peligroso un secretario de Estado demasiado personal, en el caso de Haig este exceso de personalidad, unido a la falta de tacto en más de una ocasión, hacían especialmente recomendable su limitación.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.