La política como espectáculo
Como un relámpago, todo ha vuelto a ser política. El decaimiento que estaba, padeciendo no ya un partido o unos hombres, sino la clase política en cuanto tal, ha sido espectacularmente remediado por el salto mortal de Suárez. De nuevo los medios de comunicación de masas se abarrotan de los enredos en el seno de esa clase mandataria y vuelven a enfatizarse sus actos y dichos más banales. Ya están aquí otra vez esta espesa farándula de señores repetidos, como una tediosa congregación de sacerdotes. Sus rostros y apellidos se han agrandado conio una gravosa presencia que nos puebla los espacios cotidianos a expensas del amor, el conflicto laboral y la sequía. Poco importan ya las tan buscadas causas de la dimisión si se ponen en relación con los efectos. Lo que justifica la decisión de Suárez no son tanto los antecedentes que promovieron oculta o arbitrariamente su abandono como los gruesos consecuentes. Suárez -si llegaran las cosas a ser eso- no dignifica o protege directamente a la democracia con su cese; se enaltece, en todo caso, con el reflejo de protección y oportunidad que la clase política, como un todo, ha recibido y le devuelve, en circuito cerrado, como ofrenda.Los últimos tiempos registraban una tendencia en que los políticos ocupaban un lugar menor en la atención de las gentes. Vano ha sido excusar el creciente abstencionismo en las votaciones como producto.del clima, la mala campaña, las manipulaciones o la dispersión rural. Frente al político, que se creyó a sí mismo el todo del Todo, el ciudadano lo ha venido situando, progresivamente, en una parte. Cree éste, en tan menguado grado como aquél, en las promesas electorales y ha vislumbrado en los pactos larvados, en la frecuente vacuidad ideológica y en la circunstancialidad afectiva de los políticos una suerte de mundo ajeno, con su jerga y su propia complicidad profesionalizada.
Mediante una benevolencia casi piadosa, la ciudadanía ha soportado a la clase política disfrutando extensivamente las páginas de diarios y revistas, escondiendo sus sentencias en incalculables intervenciones radiofónicas o llenando espacios televisivos sin tasa. Pero, efectivamente, el público ha ponderado la consistencia de estas voces y ha acompasado el entusiasmo de la primera ignorancia, siempre prometedora, a la crítica del conocimiento. Ultimamente, ya sin estridencias, cuando un ministro o un cargo de comunidad autónoma salía en televisión era el momento para levantarse y preparar la cena. O, de otro modo, la gente mostraba más interés por el buen o el mal aspecto de un semblante, la manera de accionar, el modo de taparse la calva y los defectos de dicción, que por los criterios emitidos. Como se dice expresivamente, la gente había tomado a los políticos la medida y, en el descubrimiento de su realidad mensurable, los había acotado en sus recintos de intriga y de interés especializado, distantes a menudo en tantos grados de las inquietudes de la vida telespectadora.
Por una experiencia, fácilmente asimilada, el ciudadano ha conocido que la política no es ya esa mediación soteriológica por la que ineludiblemente ha de pasar nuestra salvación futura; y ha desvelado, a la vez, que los representantes, la representación política y su escenario son, sobre todas las cosas, la representación de la representación. Así, a despecho de las interpretaciones políticas, han sido aplaudidas las mejores emisiones televisadas del Parlamento y así, como al elenco de un espectáculo que representa su propio drama, se contempla a los responsables y tramoyistas de esta crisis.
Los electores no son participantes, sino en la medida en que son espectadores. Pasadas las campañas electorales y sustraído su voto necesario, parecen que dar emasculados como pueblo y ser, sencillamente, público. Pero aun bajo esta consideración menor, el público tiene también sus derechos y exige, por ejemplo, de continuo, el espectáculo. Hace apenas unas semanas, la realidad del público político -en la calle, en los sindicatos, en los partidos era la del número menguado y el ánimo desganado. Esto era en verdad la crisis y, contra tal coyuntura de retracción, sólo cabía, en buena coherencia teatral, la apelación al happening.
La dimisión de Suárez (happening máximo), y la vicisitud posterior, propicia toda clase de explicaciones internas y subordinadas a la ficción de instancias trascendentes, pero se corresponde notoriamente con el necesario y paroxístico relanzamiento de un producto en declive. Llegado a un punto de butacas vacías, los políticos, en cuanto clase, caen en la cuenta de que, como actores, nos necesitan y están dispuestos a sesinarse en escena para devolver emoción al espectáculo. De hecho, ni siquiera fue el espectador ya demasiado indiferente y aburrido quien pidió a Suárez que se tragara un sable o hiciera un strip tease en el Pasapoga. Ha sido la misma intuición política la que ha creído que ahorcando de verdad al primer actor, la gente, por el momento, llenaría la sala. Efectivamente Suárez no siguió, en la línea de sus actuaciones anteriores, con el mutismo y el camuflaje del terno blindado. No se encaminó siquiera a las Cortes como primera provisión pública. Se puso la camisa azul, se ajustó la corbata de nudo largo y se arregló el peinado para exhibir, en extraordinaria sesión de tarde, su hara kiri. Suárez representó su muerte ante millones de espectadores y, de esta manera, su cadáver de alpaca encendió nuevamente las carteleras de la política. Esta es, al socaire de otras consideraciones racionalizadas, el más claro beneficio político de la crisis. O, más aún, la situación actual es, radicalmente, la anticrisis. La próxima sesión parlamentaria es muy posible que necesite ser televisada y que convoque, como en los mejores tiempos, una expectación equivalente al mejor programa de televisión. Cierto que esto se habrá logrado al precio de un riesgo grave, de una muerte (¿un parricidio?), un asesinato o muchos en cadena, pero así, basados en este procedimiento dramático, ganan audiencia los telefilmes.
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