El sexo
Alberto Moncada, sociólogo, me dio a leer hace unos meses el original de su libro Los usos de la sexualidad:
-Toma y dime, que tú sabes de esto.
Ahora se lo ha editado Pániker. No es que uno pretenda andar por la vida como un Lanza del Vasto de la cama, pero los sociólogos y profesores, tipo Alberto, le ven a uno como un golfo empírico que ha tratado tías. Anoche mismamente me invitó á cenar Ana Belén, en su casa, con Víctor, Juan Diego y García Sánchez, y estuve tan corto y cortado que pude verificar la reciente verdad de Rubert de Ventós: nos han vendido tanto sexo, tanto erotismo, nos han vendido tanto nuestro propio deseo, la sociedad consumista/ represiva, que la única manera de recuperar el yo erótico/escatológico es enamorarme como en él bachillerato. Cuando ya todas las señoritas nos han enseñado el organismo incluso en estado premamá (Carmen Cervera en Interviu), uno vuelve a enamorarse de unos ojos madrileños (Ana) como en un cuplé. Es el cuplé contra Masters/Johnson, el géneto chico contra la pedantería grande, el organillo contra el órgón (de Reich). Después del agotador y deleitable recorrido por la orografía/hidrógrafía femenina a que nos ha sometido la aceleración erótica de la Historia, hay que volver a los ojos de la mujer como a un oasis.«Los usos de la sexualidad», dice Moncada. Baudelaire lo dijo mejor y al revés:,
-El placer nos usa.
Así como no hablamos nosotros, sino que a través de nosotros habla el lenguaje moderna lingüística-, tampoco usamos la sexualidad, sino que la sexualidad genérica de la especie nos usa para cumplirse. De esto hay que purgar el cuerpo para recuperar él yo.
Casi al mismo tiempo que el libro de Moncada, va a salir Ama Rosa, de Sautier Casaseca, en reedición kitsch, con prólogo de un servidor. Digo en el prólogo que Ama Rosa es tan compleja como Madame Bovary, sólo que Sautier no era Flaubert y no la ha entendido.La vuelta del folletín sentimental (Abc publica unas páginas especiales sobre el género) es el síntoma ínfimo de una epifanía máxima: la vuelta del amor o la respuesta amorosa subjetiva frente al sexo zoológico o el erotismo culturalista.
Todo este proceso es el que yo no sé si pueden seguir muy claramente los varones célibes, los obispos de sexualidad talar que ahora se enmogollonan en torno de Innocenti, nuncio que por primera vez anuncia algo: que no hay que divorciarse. La intrahistoria sexual del español medio, que empieza «amancebado con su mano», ségún Quevedo, y acaba en un enrolle sexual de Metro (ahora lo suben a veinte pesetas), según Marsillach, es algo que está por escribir y que, entre otros casos, ha desnuclearizado el matrimonio como ámbito cerrado que bloquea este proceso en lugar de favorecerlo. La delicada tematización hombre/mujer es un fino asunto corintio que apenas llegó a entender San Pablo y eso que montaba a caballo. Mucho menos puede entenderse cuando sólo se monta en silla gestatoria.
Una de las emancipaciones del hombre/mujer modernos, postbaudelerianos, consiste en haber averiguado que el placer nos usa, la naturaleza, la especie, en el doble sentido de que nos utiliza y nos gasta. Luego las segundas y terceras naturalezas de la cultura y el economicismo usan nuestro placer para manufacturarlo y vendérnoslo a nosotros mismos. Vivimos en una factoría de cartonajes ideológicos.
A la propuesta erótico/comercial de la sociedad que nos vende sexualidad hay que responder con el amor. Y a la propuesta de la Iglesia, que vuelve a tratar de examinamos de amor al atardecer, hay que responder desde la sexualidad. Ser yo es ser antípoda.
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