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Un poeta en ejercicio permanente del lenguaje

Creo que es acertado ver a José Hierro, a quien Ricardo Gullón distingue entre los primeros poetas españoles vivos, como un anarquista inusual y respetuoso que empieza por respetarse profundamente a sí mismo. Pero nadie me salvará de la obstinación de estimar que la profunda modestia de este poeta de los cincuenta no es sino una forma de pudor exquisito y, en el fondo, una expresión de orgullo inteligente. El pudor y el orgullo se establecen como atributos del hombre que rehúye la mediocridad e impone de esta forma su contestación implícita.Se trata de un ejercicio de aristocracia del espíritu que no pretende aleccionar a nadie, sino tan sólo recuperar al poeta y cuanto el poeta sabe de él en medio de un territorio lóbrego, poblado por quienes valoran el artificio de la voz y la oportunidad de los escaparates por encima de la esencia última de la pal abra -tantas veces adelantada y siempre exacta- de poetas de la dimensión de José Hierro. Sólo de la descontextualización de la palabra poética y de la literatura viva puede surgir una lectura descalifcadora de la obra de quien ha antepuesto siempre la vida al texto y no ha entendido jamás la palabra en una tierra de nadie, de quien se ha salvado a través de la palabra sin aconsejar a los demás su propia tabla de salvación.

Una vasta obra, que se resiste a ser clasificada

Contemplar sólo desde su ángulo testimonial el vasto universo de la obra de este madrileño por casualidad que tiene por patria el mar de Cantabria, no significa, como algunos quisieran, restar valor a una obra que, junto a la de Blas de Otero, es el ejemplo con el que se concluyen todas las discusiones en torno a la validez de una poesía torpemente calificada de social. Pero restringir a ese campo de testimonio y compromiso la obra de José Hierro y, lo que es peor, mezclarla en el saco de las mediocridades que impone la biografía política sobre el poema, constituye una de las mayores mezquindades que se pueden cometer en nuestro panorama literario. Esta mezquindad sólo es la consecuencia de la actuación de una pobre sociedad literaria que quizá no merezca otra cosa que el silencio. Tal vez por eso sea explicable el desdén del poeta, su independencia y su soledad. Sin embargo, nada ha podido con su mirada vivisima y despierta, su nerviosa actitud, el alma escapándosele de ese cuerpo recio que parece aguantar todos los embates, asistido por la lucidez en toda hora. Nada tiene que ver el silencio con la jubilación. José Hierro, lo quiera él o no, es siempre un poeta en ejercicio. Un personaje que guarda tanto respeto por la palabra que ha preferido racionarla, aplicarla sin innecesarios adjetivos, como se aplica a su tarea de la vida.

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