Divorcio: el mínimo aceptable
EL DOCUMENTO episcopal sobre la ley del Divorcio no añade en realidad nada nuevo a lo que se esperaba: un rechazo explícito del llamado proyecto Ordóñez, un llamamiento concreto a las conciencias de los diputados para que sigan las instrucciones de la jerarquía y unas definiciones jurídicas que ayudan a poner en duda la capacitación en estas materias de los señores prelados, pues sólo al doctrinarismo pueden achacarse las formulaciones que han hecho los obispos sobre el derecho natural, la figura del repudio o las consecuencias legales para los católicos que el proyecto de ley implica.La jerarquía señala que los obispos ejercen su derecho como ciudadanos al hacer público este documento en vísperas de la discusión de la ley, y niega qué se estén injiriendo en la competencia de los legisladores. El derecho de los obispos es evidente; su categoría de simples ciudadanos, más que discutible. La Iglesia católica es la única confesión religiosa que merece una mención explícita en el artículo 17 de nuestra Constitución, duramente negociada por la jerarquía tras conocer que en el primer borrador constitucional no figuraba, y la única que mantiene un representante con rango diplomático, como corresponde a los Estados soberanos, acreditado ante el Gobierno español. Es la única religión que garantiza jurídicamente los derechos de sus fieles mediante pactos de Estado a Estado con el poder civil -a los que el propio documento hace mención-. Un entramado complejo de leyes configura así la presencia de la Iglesia en la España democrática, beneficiando a sus instituciones en lo económico, tanto con subsidios directos como con exenciones fiscales; reconociendo su prelación e importancia en actos castrenses y políticos; facilitando en leyes de discutida constitucionalidad sus posiciones en materia de enseñanza. No es necesario acudir por eso a la constatación evidente de lo mucho que ha intervenido la Iglesia en la sociedad política y de sus características como aparato de poder para justificar lo difícil que es considerar en este país que un señor obispo es un ciudadano corriente. En la publicación de su documento los prelados han exhibido por eso no sólo su legítimo derecho de expresión, sino su fortaleza y su peder sobre la sociedad. Nada que objetar. Pero esta actitud, desde el punto de vista de amplios sectores de opinión, contribuye de manera expresa a la división civil de nuestro país, al enconamiento de las voluntades y a la decepción de los no creyentes y de muchos creyentes sobre el respeto de las libertades civiles por parte de la jerarquía católica. Dicho esto, y ejercido el derecho episcopal, no creemos que los señores prelados vean herida su dignidad porque la Prensa y la opinión ejerzan parejo derecho disintiendo del concepto moral, jurídico y ético que los obispos exponen.
Aseverar como algo admitido e incontestablemente demostrado que «el divorcio no es, en principio, un derecho de la persona» y que «todo matrimonio es, por derecho natural, intrínsecamente indisoluble» es todo un acto de audacia científica y jurídica. La propia existencia del derecho natural es combatida por algunas corrientes de pensamiento, y en cualquier caso, sus postulados y conclusiones resultan comprobadamente diferentes según las culturas y la época histórica en que se definen. Por eso no es a ese tipo de formulaciones, sino a las constitucionales, a las que resulta necesario acudir a la hora de hablar del derecho de los ciudadanos en este país.
Que los obispos además se arroguen por su cuenta y riesgo la misión de definir qué es y qué no es propio de ese derecho natural y que establezcan también autónomamente cuáles son y cuáles no, en principio, los derechos de la persona invitaría a la indiferencia si su actitud no estuviera orientada a restringir y reprimir los derechos positivos de los ciudadanos españoles no católicos o de los católicos disidentes. No vamos a alargarnos en la discusión de las afirmaciones episcopales. El divorcio es un derecho de los españoles apuntado como tal en el artículo 32 de la Constitución -y no como remedio de un mal, sea éste grande o pequeño-. La regulación de la «disolución» del matrimonio es la regulación de un derecho, no de una medicina, y su reconocimiento no puede ser limitado por presiones extraparlamentarias. Parecidas cosas podríamos señalar respecto a la alusión a los valores morales objetivos a que apelan en su juicio, acotación que pone de relieve cómo los prelados se autoconstituyen en tribunal para decidir qué valores morales son objetivos y cuáles otros circunstanciales.
Los deseos de la jerarquía de influir en la conciencia y en la actitud de los legisladores -que en tanto que tales no se deben a las orientaciones episcopales, sino a las de los ciudadanos que les dieron el voto- es, por lo demás, manifiesta cuando escriben: «Pensamos que si el proyecto de ley al que nos referimos llegara a promulgarse tal como está formulado, quedaría seriamente comprometido el futuro de la familia en España y gravemente dañado el bien común de nuestra sociedad», para solicitar «especialmente a los legisladores que mediten muy sinceramente sus determinaciones». Nuevamente los obispos se constituyen así en exclusivos definidores del bien común, papel que ni los textos legales ni la realidad social les reconocen.
Respecto al divorcio en sí, la declaración pone de relieve la doctrina tradicional católica y la exigencia permanente -según ésta- de la búsqueda de un culpable de la ruptura en los casos de divorcio. Es sencillamente asombroso el desconocimiento de los prelados en lo que respecta a las relaciones de familia en nuestra sociedad, e inquietante la sospecha de que el espíritu inquisidor, que siempre busca a alguien para quemar en alguna hoguera, sigue vivo hoy día. Pero quizá lo más triste y sonrojante de todo el documento sea su estruendoso silencio sobre el hecho de que la Iglesia viene practicando el divorcio, mediante el trámite de la anulación, en condiciones de garantías jurídicas inciertas para los que acuden a él, sin especial desvelo por los derechos del cónyuge más débil y de los hijos, y con notoria facilidad cuando se trata de artistas famosos o personajes de la alta sociedad. Sin necesidad de mayores argumentos, basta leer la «Prensa del corazón» para saber qué es lo que pasa con los tribunales eclesiásticos en este país. Pero una nación soberana tiene el derecho y el deber de organizar su vida en comunidad sin admitir la injerencia de poderes extraños. Y la Iglesia, sin duda conocedora del poder de convocatoria y de seguimiento que tiene en España, debe ser también cuidadosa del rechazo que el abuso de su dignidad y respeto social puede producir entre los ciudadanos. El proyecto de ley de Divorcio tal y como ha salido de la Comisión de las Cortes -exceptuando la cláusula transitoria décima (*), que algunos suponen anticonstitucional-, es el mínimo aceptable por las cada vez más numerosas minorías de este país que no quieren vivir en todo y para todo conforme a los dictados de Roma; o que, en todo caso, no quieren que estos dictados se entremetan en las leyes del Estado, dado el hecho de que el Estado respeta íntegramente la posibilidad de una vida personal y colectiva con arreglo a las normas católicas. Cualquier retroceso en este terreno no sería una mera anécdota política. Afectaría a lo profundo de la construcción de nuestra convivencia y provocaría tensiones y disensiones sociales de insospechadas consecuencias.
*«Los jueces civiles no podrán conocer una controversia sobre nulidad de matrimonio celebrado en forma canónica mientras la misma cuestión esté pendiente ante un órgano eclesiástico al que de común acuerdo se hubieran sometido expresamente las partes; pero cualquiera de ellas podrá solicitar ante el juez competente los efectos y medidas correspondientes a la admisión de la demanda».
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